Revista Cine
Estrenado hace un año en Corea del Sur, Snowpiercer (Corea del Sur-República Checa-EU-Francia, 2013), quinto largometraje del maestro del cine genérico Joon-ho Bong (thriller procedimental Memorias de un Asesino/2003, película de monstruo suelto El Huésped/2006, thriller melodramático Madre/2009), ya ha sido exhibido en casi todas partes -incluso en Estados Unidos, después de una larga disputa pública de Bong con Harvey "manos-de-tijera" Weinstein-, menos en México.Una pena, pero de todas formas, en esta época de rampante globalización cinéfila, la película de Bong puede verse en formato casero desde hace bastante tiempo. Por supuesto que lo ideal es disfrutar en pantalla grande las emocionantes coreografías de acción, el inventivo diseño de producción de Ondrej Nekvasil y la dinámica puesta en imágenes gracias a la fotografía en colores grisáceos/metálicos de Kyung-pyo Hong, pero de lo perdido, lo que aparezca. Si por lo pronto no hay otra forma de ver Snowpiercer más que en el home-theater casero, que así sea.La nueva película de Bong es una desencantada fábula política disfrazada de cinta de acción post-apocalíptica y viceversa. Estamos en el año 2031, en el interior del snowpiercer del título, un enorme tren que le da vueltas al planeta Tierra interminablemente, en un circuito de 438 mil kilómetros. Los que viajan en ese tren son los sobrevivientes de la raza humana, que esperan/desesperan que termine la nueva época glacial, iniciada hace 17 años y provocada por nosotros mismos. Por supuesto, como en toda metáfora política/postapocalíptica que se precie de serlo -desde Metrópolis (Lang, 1927) hasta la nueva saga de El Planeta de los Simios, pasando por Cuando el Destino Nos Alcance (Fleischer, 1973)-, lo que importa en Snowpiercer es la premisa por sí misma y no tanto los detalles que la sostienen. Así, en el susodicho tren perpetuo, la humanidad ha reproducido el status-quo actual: mientras el 1% de los más ricos viven en la parte delantera, el 99% restante -los pobres y jodidos- son acomodados en los vagones traseros como si fueran reses, en donde son alimentados con unas sospechosas barras de "proteínas". Planteado el escenario, inicia la historia, tan directa como simple: una emocionante y espectacular crónica de una rebelión en contra de los más ricos liderada por el correoso Curtis (convincente Chris Evans) y planeada por el viejo ideólogo Gilliam (John Hurt, ¿quién más?). La cinta, pues, abreva del formato del cine de acción y avanza como el tren mismo, sin descanso alguno: en la medida que Curtis y sus compañeros -su joven camarada Edgar (Jamie Bell), una madre en busca de su hijo secuestrado (Octavia Spencer), el genio adicto Nam (el actor fetiche de Bong, Kang-ho Song) y su hija adolescente Yona (Ah-sung Ko, la niña de El Huésped, ya crecidita)- pasan de vagón en vagón, acercándose cada vez más al carro donde está la "máquina sagrada", la película combina peleas, explosiones y mutilaciones varias con un inventivo diseño de producción -un carro es la cocina, el otro es un invernadero, el que sigue es un acuario, pasamos luego al kinder, a los baños de vapor, al antro decadente...- y un chocarrero tono satírico que tiene sus mejores momentos con la actuación de Tilda Swinton como la tatcheriana Ministra Mason ("¡Este es un caos talla 44!") o en esa delirante secuencia del kínder, en donde una sonriente maestra embarazada (Alison Pill robándose la película) le lava el coco a unos chamaquitos sobre lo grande que es Wilford (Ed Harris), el misterioso y visionario creador y dueño del tren.Apunté antes que la película avanza sin descanso hasta el desenlace, cual acezante cinta de acción que es. En realidad, Snowpiercer baja su velocidad en su última parte, cuando Curtis logra encontrar en su exclusivo vagón a un carismático pero cansado Wilford, vestido con una elegante bata de seda. Harris interpreta no una caricatura del plutócrata insensible que desprecia a las masas, sino algo mucho peor: un cínico filósofo paretiano/darwiniano que le mostrará al bravo pero ingenuo Curtis el verdadero papel que "héroes" como él juegan en un estado de cosas en el que hay que conservar, a toda costa, el equilibrio. Y si usted cree que el desencantado Bong está llamando a la resignación y al inmovilismo, estará equivocado: como ya lo veíamos en el conmovedor epílogo de El Huésped, frente a los poderosos que hacen, deshacen, destruyen, construyen y mienten, lo que queda es la resistencia primera y última. Es decir, no creerles, no seguirlos, no aceptarlos: Bong o el humanismo anarquista.