Revista Cine
Por angas o por mangas, la obra de la cineasta argentina Lucrecia Martel permanece virtualmente inédita en México. Es cierto que su opera prima La Ciénaga (2001) se presentó en alguna Muestra Internacional de Cine –y luego tuvo una discreta exhibición comercial en algunas cuantas salas nacionales-, pero sus dos posteriores filmes, La Niña Santa (2004) –vista por un servidor en el Festival de Guadalajara y programada de vez en vez en la televisión de paga- y La Mujer sin Cabeza (Argentina-España-Italia-Francia, 2008), su temprana obra maestra, no merecieron estreno comercial en México. Y ni merecerán, como dijera Don Teofilito.La Mujer sin Cabeza es lo más cercano a un filme de género que ha hecho Martel y, paradójicamente, también es la más oblicua de todas sus cintas. Vero (espléndida María Onetto en una actuación fascinante, genuinamente minimalista), una guapa dentista de mediana edad, tiene un percance al manejar su automóvil por un terregoso camino vecinal en la Provincia de Salta, lugar de nacimiento de Martel y escenario de todos sus filmes hasta el momento. Al parecer, Vero ha atropellado a un perro. Aunque, poco a poco, ella misma se convence que, en ese mismo incidente, también atropelló a un niño. Pero eso no puede ser: su marido, su hermano y hasta su amante –que es su cuñado- le dicen a Vero que no: que todo se lo ha imaginado, que está confundida, que no se preocupe, que piense en otra cosa, que voltee para otra parte.La cámara dirigida por Martel –manejada virtuosamente por Bárbara Álvarez- nos transmite el estado psicológico y emocional de Vero. Es cierto que nunca despegamos los ojos de ella y de lo que le sucede, pero la cámara tampoco nos explica nada: la confusión de Vero y su posterior convencimiento de que algo sucedió en ese camino, a la orilla de un canal, es también la confusión y el convencimiento de todos nosotros.Más aún: el manejo del encuadre y, especialmente, del enfoque de la cámara es el vehículo por el cual Martel, tan sutil como insidiosamente, nos indica de qué trata este filme: de los secretos que se entierran, de la complicidad de clase, de los abismos sociales, de la distancia que separa a los “vivos” de los “espantos”, como lo menciona la anciana tía Lala (María Vaner), en cierta escena clave. Pero los “espantos” –esos que aparecen fuera de foco, al fondo del encuadre: los criados, los jardineros, los empleados, los pobres- no se van: siempre están y estarán ahí. Aunque todos nieguen su existencia.Martel ha realizado una opaca alegoría política sobre la Argentina de antes que decidió voltear hacia otro lado en la época de la dictadura –de ahí el atemporal diseño de producción y la banda sonora incidental, que incluye clásicos setenteros tan distintos como “Mamy Blue” con Dennis Roussos y “Zambita para Don Rosendo” de Jorge Cafrune- y sobre la Argentina de ahora, que no quiere ver a esos “espantos” que están al fondo del encuadre, fuera de foco, resolviéndole la vida a Vero y a todos quienes la rodean.