Revista Cine
Vamos a la primera obviedad: el tema central de El Cisne Negro (Black Swan, EU, 2010), quinto largometraje de Darren Aronofsky, no es el ballet, como tampoco era la lucha libre el centro dramático de El Luchador (2008). Lo que le interesa a Aronofsky son sus personajes: no tanto lo que hacen -bailar ballet, practicar la lucha libre, dedicarse a las matemáticas, vivir en las drogas- sino tratar de entender qué los lleva a hacer los hacen. Es decir, qué los arrastra a esos extremos, qué los obliga a sacrificar todo, qué los empuja a cruzar el límite. En este sentido, El Cisne Negro es, creo, el ejemplo más depurado de su cine que nos ha entregado Aronofsky.
Va la segunda obviedad: Natalie Portman tiene el Oscar en la mano. Su actuación como la desequilibrada, paranoica, obsesiva/compulsiva y automutilada Nina es el tipo de trabajo que le encanta premiar a Hollywood. No sólo por el retrato genuinamente fascinante de una mente y un cuerpo enfermos, sino por el evidente esfuerzo físico que le demandó el papel a Miss Portman, tanto por la interpretación del ballet -ella es la que baila prácticamente en todas las tomas- como por el hecho de que es su cuerpo y su rostro -en primer plano, en close up- los que ocupan el 90% del tiempo de pantalla. Cual Falconetti del nuevo siglo, Portman convierte su propio sufrimiento en una masoquista bella arte.
El Cisne Negro va de menos a mucho más: de una trama que parece apuntar a un convencional melodrama femenino de competencia y superación, el filme se mueve rápidamente hacia un histérico y desatado melodrama de horror psicológico que igual toma elementos del clásico Las Zapatillas Rojas (Powell y Pressburger, 1948) -la búsqueda de la perfección artística a toda costa- que de Repulsión (Polanski, 1965) -la visión de una psique enferma- o del cine de Hitchcock, con esa posesiva madre (Barbara Hershey) casi tan monstruosa como la de Carrie: Extraño Presentimiento (De Palma, 1976).
Por lo mismo, no extraña que Aronofsky se entregue a los excesos. Y es que este filme no es una representación realista de "El Lago de los Cisnes", sino la desbordada exploración de las neurosis de una joven mujer que está dispuesta a todo para "ser perfecta" -ojo: no bailar perfectamente, sino "ser perfecta", que es muy distinto. Así, la cámara de Matthew Libatique no conoce descanso -ni tripié- porque la desequilabrada Nina no descansa nunca, en ningún momento: no en su casa, con su horrenda madre atosigándola; no en los ensayos, con su manipulador director (Vincent Cassel) presionándola; no en su camerino, cuando el propio espejo se le rebela/revela; no entre sus compañeras, entre quien está su más peligrosa competidora (bellísima Mila Kunis); no en sus sueños, cuando se deja llevar por sus deseos reprimidos para poder asir ese lado oscuro que necesita para "ser perfecta".
La puesta en imágenes de Aronofsky termina convertida en un maelstrom de histeria temática y visual -cortes cada vez más abruptos, cámara mareadora/giratoria, close ups al rostro doloroso de Portman, doppelgängers como para otras tres películas- que, ni modo, me ganó por completo. Y es que si vas a hacer un melodrama de esta naturaleza, hay que ir por todo, sin temor al ridículo. Y, por lo visto, Aronofsky es a lo que menos le teme.