A principios del siglo XX, en Alfambra, un pequeño pueblo de la provincia de Teruel, Aragón, ocurrió un suceso que todavía se conserva en la memoria de sus gentes.
Durante sus fiestas patronales en honor a San Simplicio, unos jóvenes, emprendieron una discusión sobre cuál de ellos era el más valiente. Después de mucho pensar, y para solventar de una vez por todas tal dilema, uno de ellos propuso que se consideraría el más valiente, quien de noche, clavase un clavo en la puerta del cementerio. Los tres amigos sellaron el pacto con un apretón de manos y esperaron a la media noche para dar inicio al reto. Llegada la hora estipulada, los jóvenes marcharon hacia el cementerio. De camino, por la cabeza de todos, aparecían las historias de fantasmas y otros seres que los más ancianos siempre habían contado sobre ese santo lugar. Ninguno de ellos dijo nada para no mostrar cobardía. Llegados a la puerta los tres muchachos se detuvieron; ya no se les veía tan dispuestos como presumían horas antes.
Simón y Pedro recularon un poco. Dudaron, pues el oscuro camino hacia el cementerio les había hecho recapacitar sobre el reto. Andrés no pensó lo mismo, y viendo la oportunidad de hacer meritos como el más osado delante de sus amigos, se dispuso a poner fin a la apuesta. Cogió el martillo, golpeó el clavo contra la puerta y lo dejó allí hincado. Una vez conseguida la valiente hazaña, se giró orgulloso y sonriente hacía sus amigos haciendo la señal de la victoria. De pronto, entre la silenciosa penumbra de la noche se escucharon unos pasos que venían de dentro del cementerio. Entre los maderos de la puerta, una sombra parecía acecharles.
– ¡Es el fantasma! – gritó Simón- ¡Corred!
Los tres amigos salieron corriendo, pero a Andrés, algo o alguien le tenía agarrado de la capa. El chico veía como sus amigos corrían sin mirar atrás, desapareciendo por el oscuro camino de vuelta. Fue tanto el miedo que entró en su cuerpo, que el muchacho acabó muriendo.
La sombra que parecía acecharles y que confundieron con un fantasma, no era otro que el sepulturero, el cual, alertado por el ruido, había acudido para ver quien martilleaba la puerta del camposanto. Allí vio a Andrés, muerto, con la capa atrapada en el mismo clavo que el muchacho había hincado minutos antes. Un infarto provocado por el miedo acabó con la vida del joven, y ni el sepulturero ni el médico del pueblo pudieron hacer nada. Simón y Pedro no se enterarían de la tragedia hasta el día siguiente. Consternados por la muerte de su amigo, Simón y Pedro quedarían mudos para el resto de sus vidas. Una vez al año, en el aniversario de tan amargo día, los dos amigos llevaban flores a la tumba de Andrés, cruzando las puertas de ese cementerio.
Más de cien años después, todavía podemos ver aquel clavo en la puerta del cementerio de Alfambra, pues los vecinos de la localidad, decidieron dejarlo en el lugar como recuerdo de aquella funesta noche de San Simplicio.