Duele. Sobre todo por el arbolito, pero también por el regalo que en su momento fue. El valor sentimental de las cosas es a veces inconmensurable, y no digamos ya el de los seres. A diferencia de mi pobre tejo, el ficus no era uno de los bultos que mudé de una casa a otra. El tejo finalmente no llegó a adaptarse a su nuevo hogar. Declarado en huelga de estímulos, terminó aliado con el despiadado calor estival, que le ayudó a morir dignamente.
Del ficus dicen que supera todos los apuros y, sin embargo, hoy certifico su defunción. Aunque superó varias crisis y recuperó buena parte de las hojas que dejó caer, un día acabó tirándolas todas. He esperado su resurrección regándolo como a las naturalezas caducas durante el invierno. Pero hoy, con todo el dolor de mi cepellón, no tengo más remedio que declararlo cadáver. Lo que es de la tierra pasará a la tierra. Y aquí, sobre ella, permanecerá su tiesto rectangular de barro esmaltado, apilado sobre el de su predecesor, arrinconado hasta que las raíces de otro arbolito lo habiten. Ojalá.
Allá, en el lugar al que van a parar todos los árboles muertos, los bonsáis son niños mimados y reciben los cuidados y la comprensión que sus propietarios no fuimos capaces de prestarles por estos lares. Algún día aprenderé a criar un bonsái como se debe hacer. Espero que sea entonces cuando sus congéneres del club de los difuntos vuelvan a congraciarse conmigo y con mis mejores intenciones.