Acabo de cumplir cuarenta años y la gente me da la bienvenida al Club. Al Club con mayúsculas. Ni siquiera sabía que había un club así que he salido a la calle a buscarlo, pero de momento nada. No lo encuentro.
¡Bienvenido al club! me dicen en Facebook ese montón de chavalada que (no sé cómo) se ha acordado de que un 19 de julio de 1976 vine al mundo.
Les digo que muchas gracias, pero cuándo les pregunto por la ubicación del club…mutismo absoluto. Quizás como soy un poco raro no me quieran en él. Pregunto a la gente por la calle, pero los jóvenes no saben de qué les hablo.
—Perdona, chaval ¿Sabes dónde está El Club de Los Cuarentones?
—Ni idea señor.
—Señor lo será tu puta madre. Y te lo digo desde el respeto hípster de mierda.
Los señores mayores no recuerdan bien dónde está. Algo les suena, pero lo han dejado atrás hace tanto tiempo que bueno…su memoria ya no es lo que era.
—Disculpe señor…
—Dime chaval.
—¿Recuerda usted las señas de El Club de Los Cuarentones?
El hombre se queda pensativo como el borracho que se levanta al día siguiente sin saber bien qué ha hecho o cómo ha llegado a casa.
—Pues si no recuerdo mal hijo creo que estaba…—se rasca la cabeza—pues no sé. Me has pillado. Hace mucho tiempo que no me dejo caer por ahí.
—Bueno, no pasa nada. Seguiré buscando.
Al final y después de recorrer la ciudad tres veces lo encuentro. Un buen amigo de la infancia me sopla dónde está. La verdad es que El Club de los Cuarentones está bien a la vista, pero no me había dado cuenta que estaba precisamente ahí. Y eso que en los últimos años he pasado cientos de veces por delante. Nunca me había fijado en él. Es un edificio grande, elegante, quizás un poco pasado de moda, pero de momento aguanta con estilo.
El conserje, un tipo pequeño, calvo y barrigudo, me informa de que para acceder a El Club hace falta una contraseña. Le digo que no la tengo y él me responde que sin ella no me puede permitir la entrada. Un club de cuarentones que pide “contraseña” no puede estar formado por gente muy madura.
—Yo creía que para acceder a El Club el único requisito era haber cumplido los cuarenta años.
—Bueno amigo, ese es el requisito indispensable, pero no el único. Si nadie de su entorno le ha soplado la contraseña, puede que sea usted un bicho raro. Y aquí no queremos bichos raros, queremos gente con una crisis de lso cuarenta habitual, de las de toda la vida. Podría darle yo mismo la contraseña, pero primero tengo que hacerle un pequeño test para ver si está usted cualificado física y mentalmente para permanecer a nuestra pequeña familia.
—Venga dispare.
—Empecemos por el test físico.
—Me parece bien Don…
—Puede llamarme Pin Pon.
—Muy bien Don Pin Pon, proceda.
—¿Fuma usted?
—Solo cuando salgo.
—¿Sale usted?
—Solo cuando fumo.
— ¿Hace cuánto tiene esa barriga?
—Unos tres años, certificada oficialmente como barriga dos años y poco. Pero a Dios pongo por testigo que desaparecerá.
—Eso dicen todos.
—¿Todos los de El Club tienen barriga?
—Cada vez menos, hay mucho cuarentañero que se cuida y sale a correr. Una vergüenza. ¿Podemos seguir?
—Sí, perdón, era curiosidad.
—A pesar de tener esa barriga, ¿Sigue usted poniéndose camisetas ajustadas pensando que nadie se da cuenta?
—Es correcto.
—¿Bebe?
—Si tengo sed sí.
—Me refiero a alcohol.
—Solo cuando salgo.
—¿Y sale mucho?
—Solo si fumo, pero cada vez menos. Me stoy volviendo un asceta.
—¿Y eso?
—He tenido dos hijos. A la vez.
—¿A qué edad?
—No tienen edad son muy pequeños.
—Me refiero a que a qué edad los ha tenido usted.
—Los ha tenido mi mujer.
—Ya me entiende…
—Los tuve a los 39.
Pin Pon me dedica una mirada de admiración (que podría ser de compasión) mientras asiente en silencio.
—¿Hace usted deporte?
—No. Pero pienso mucho en ello. Durante el día me imagino al menos cuatro veces corriendo, dos nadando y me hago un par de series mentales de pecho y espalda.
—Eso no cuenta.
—Ya, pero cansa.
—¿Cuida su dieta?
—A partir del lunes que viene casi seguro.
—Pasemos al test mental.
—Proceda.
—¿Piensa en la muerte más de lo habitual?
—Claro. Tengo cuarenta. Con suerte he pasado el ecuador de mi vida. Eso da que pensar.
—¿Siente la irrefrenable necesidad de comprarse un coche nuevo, un deportivo a poder ser, para paliar esa incipiente falta de vitalidad?
—Pues no.
—¿Ha pensado en cambiar a su novia por dos de veinte años?
—A lo mejor me cambia ella a mí.
—¿Hace usted un balance mental de las cosas que ha conseguido y de los objetivos no alcanzados y se tira de los pelos? ¿Piensa que ha desaprovechado el tiempo?
—A veces sí y a veces no, pero todo lo que decidimos nos lleva a este punto en el que estamos ahora usted y yo, aquí charlando en un amigable tercer grado digno de una cinta titulada “Los mejores momentos de Guantánamo Volumen I.”. Depende del día.
—Y para terminar y certificar que efectivamente es usted un cuarentón vamos con el test de actualidad contrarreloj
—¿Test de actualidad?
—De los ochenta.
—Proceda.
—¡Tiempo! Apellido de Michael en El coche fantástico.
—Knight. Con K.
— Completa la serie: Autopista hacia el…
—Cielo
—Nombre al menos tres Goonies
—Bocazas, Data y Gordi
—En fin de año de 1987 a Sabrina se le salió una teta. ¿La derecha o la izquierda?
—La izquierda.
—¡Noooo! La derecha.
— Completa la frase: Si me queréis…
—Irse.
—¡Tiempo!Bien. Muy bien. Lo has conseguido. Pena que no hicieses pleno.
—Es que a Sabrina se le movían muy rápido.
—Bueno aquí tienes tu carnet de Cuarentón Oficial, puedes pasarte cuando te apetezca. Si quieres echar un vistazo a las instalaciones te acompaño. El Club es en la cuarta planta. Tenemos gimnasio, VHS, sauna y hacemos botellones una vez cada tres meses en los que hablamos de chavalas, de política y de fútbol.
—Pero eso es lo mismo que hacía a los 20.
—Acostúmbrate hombre, es lo que hay.
—Mire, lo he pensado mejor. No quiero pertenecer a este club.
—Disculpe amigo, tiene usted cuarenta años. Tiene que pertenecer a algún club. No puede andar desubicado por ahí como un veinteañero.
—No soy un veinteañero Señor Pin, pero tampoco me siento identificado con este club. Voy a hacer lo que he hecho siempre: Ir a mi bola. Quizás me pase por aquí de vez en cuando, pero no me esperen.
—Está bien, aquí no obligamos a nadie.
Salgo del edificio y enseguida olvido dónde estaba. Si me preguntan no sabría ubicarlo. Me pierdo por la calle, a buscar proyectos, a vivir y a soñar como con veinte, a pelear de nuevo por lo que valga la pena y a esperar la crisis de los cuarenta como un torero en el ruedo.
Hoy me tomaré cuarenta cañas para celebrar que de momento hasta aquí hemos llegado.
Os espero.
Por cierto, la contraseña es: Sambora.