Revista Opinión
Tal día, mientras caminaba por la calle de mi ciudad, tuve un estúpido tropiezo y me caí en un charco. Tras soñar que me sumergía en un hondísimo abismo durante un interminable instante, me desperté sentado en una mesa –o más propiamente, en una silla que había al lado de una mesa –, totalmente a solas. En ese momento no pude recordar cómo llegue allí. Tan solo creía saber que el helado que iba comiendo era con sabor a galleta María y sorbete de turrón. Tras decidir, muy acertadamente, dar fin a estas especulaciones; me dediqué durante un rato a escudriñar la sala, sin moverme de mi silla.
La mesa era de lujosa madera oscura, muy ornamentada, y ocupaba casi por completo una pequeña y recargada sala, estilo rococó; apenas del tamaño de tres por dos pianos de pared. No encajaba, desde luego, aquella mesa de comedor en tal sala; diríase que tuvieron que montarla allí mismo, pues no se encontraba manera otra de haberla encasquetado en donde estaba. De hecho, parecía prácticamente imposible rodearla sin prestar atención a no tirar alguno de los cuadros. Estos colgaban por doquier de las cuatro paredes, acompañados de candelabros tintineantes que emitían una tenue luz, y otros adornos que apenas dejaban algunos hilachos de pared visible, distribuidos irregularmente por toda la sala. La atmósfera recargada y oscura era similar a como uno se imaginaría el comedor de Drácula, si este hubiese sido no un conde, sino un simple hidalgo; y hubiese decorado la sala con gustos del siglo XVIII. Es decir, que básicamente no se parecería en nada, pero la sensación podría ser comparable.De pronto, entraron en la sala cinco personajes que formaban un pintoresco conjunto. El primero y el segundo iban vestidos de un modo muy similar, como de un tinte de aristócrata de la Iglesia; pensé que tal vez fuesen papas o cardenales. Aclarándome las dudas, y para sorpresa mía, se presentaron antes de tomar asiento: -Me complace crear una compañía a partir de nuestras singularidades –dijo el primero, con tono solemne. Soy San Pedro, el portero de las Puertas Perladas.-Amables saludos –agregó el segundo –, nuestro humilde invitado. Soy Benedicto XVI, expresidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe.Detrás de ellos, y pisándole los faldones a Benedicto, había un apuesto joven, de impecable presencia. Se anunció así:-Soy el de los mil nombres, aunque prefiero que me llamen Satán, a secas; pues los otros novecientos noventa y nueve cansan. Y me gustaría que no dejaseis de llamarme por mi nombre, por el puro hastío de tener que decirlos todos cada vez. (¡Menos mal, uno normal! Me preocupaba que todos los asistentes fuesen como los anteriores)Tomó asiento el señor Asecas en frente de Benedicto XVI. Los dos que venían detrás tenían un atuendo perceptiblemente distinto. Se cubrían con humildes túnicas, sobre todo el primero. El último vestía como de outlet griego. Dijeron ambos sus nombres:-¡Bon dia, camarada! Soy Jesús, aunque casi nadie tiene ni idea de quién soy, así que no sé ni por qué me molesto en presentarme.Tomó asiento con gesto de cierto disgusto, como si aquel encuentro no fuese de su completo agrado. Tenía cara similar a la que tendría una persona invitada a una reunión que ni le va ni le viene. Se presentó después el último señor, el que iba vestido al modo griego, que dijo:-Propicio sea nuestro encuentro. Soy Juan, el evangelista.Una vez sentados todos alrededor de aquella mesa rectangular, pronto se hizo evidente el jerárquico motivo de que la misma no fuese redonda. Presidiendo ambos lados de la mesa, y sentados en lujosas sillas, se hallaban Benedicto y Satán, uno en frente del otro. Sentado a mi lado estaba Juan y, en frente de nosotros, San Pedro y Jesús. Pensé: Qué disposición tan curiosa. ¿Acaso estábamos en igualdad San Juan, Jesús, San Pedro y yo frente a Benedicto XVI y Satán?Continuará el próximo sábado 23 de noviembre