Nueva historia de Laura y Sofía en la agencia creativa & Ca.
Laura y Sofía trabajan un día más en su agencia muy creativa y a veces algo caótica, les gusta que su agencia sea de esas donde el arte convive con el café frío y las ideas con prisa. Ese día observan que en la puerta de la oficina alguien había pintado una frase:“Sé tú mismo, pero no demasiado”.
¿Era el lema no oficial del lugar? ¿Era un recordatorio de que incluso la autenticidad debía pasar por el filtro de las tendencias?
Aquella mañana, en la agencia preparaban una campaña para un cliente que vendía cosméticos “de pureza ancestral”. Las palabras exactas del briefing eran “una identidad limpia, sin mezclas”. Laura levantó la ceja al leerlo; Sofía soltó una carcajada.
—¿Pureza ancestral? —repitió Sofía—. Suena a jabón racista.—O a ADN enjaulado —añadió Laura.
Ambas se miraron. No era la primera vez que se topaban con el virus invisible del supremacismo disfrazado de marketing. Desde hacía meses, el mundo parecía obsesionado con dibujar fronteras: de piel, de idioma, de estilo, de ideología. Todos buscaban ser “auténticos”, pero solo dentro de una jaula dorada que garantizara la uniformidad.
En la sala de reuniones, los demás creativos discutían sobre tipografías “sin contaminación cultural”. Alguien propuso una paleta “de blancos nobles”. Laura respiró hondo. Sofía, en cambio, abrió su portátil y proyectó en la pantalla un collage que había preparado la noche anterior: fotografías de manos mezclando pigmentos, rostros mestizos sonriendo, frases en varios idiomas, un fondo de grafitis urbanos y ritmos de distintos continentes.
—Esto —dijo Sofía— es lo que somos. El mestizaje no es una mancha, es la firma.
Silencio. Varias personas de su agencia la miraron con incomodidad.
—No es el enfoque que pidió el cliente.—Entonces el cliente pidió un error —respondió Laura sin alzar la voz.El ambiente se tensó, pero en ese momento la lluvia golpeó los cristales con fuerza. Afuera, el cielo era un lienzo gris, imposible de clasificar en una sola gama.
Laura recordó a su abuela, que siempre decía que las mejores ideas eran como los guisos: sabrosas solo cuando se mezclan bien los ingredientes. Sofía, por su parte, pensó en su madre, que hablaba con acento del sur, y en su abuelo del norte, que nunca aprendió a pronunciar bien su nombre.
Ambas sabían que la creatividad —como la vida— no podía florecer en territorios cerrados.
—Propongo un lema —dijo Sofía, rompiendo el silencio—:“El color que no tiene nombre”—Y una campaña que no tema el desorden —añadió Laura—. Porque el desorden es lo que da vida.Todos los de su equipo suspiraron. Quizá por cansancio, quizá por intuición, aceptaron.La campaña se lanzó con imágenes mestizas, acentos cruzados y una música que mezclaba flamenco, soul y tambores africanos. Contra todo pronóstico, fue un éxito. No por lo que vendía, sino por lo que contaba: que la belleza no tiene linaje, que la pureza es solo una palabra vacía cuando se trata de humanos.Semanas después, una influencer criticó la campaña por “falta de identidad”.Laura respondió desde la cuenta oficial: Nuestra identidad es precisamente no tener una sola. Somos mezcla, somos cruce, somos contradicción. Y eso nos salva.El mensaje se volvió viral. En la agencia, alguien volvió a pintar la puerta. Esta vez, el lema cambió:
“Sé tú mismo. Y también los demás.”
Sofía lo miró con una sonrisa cansada y luminosa.Laura levantó su taza de café y brindó:—Por los mestizos del alma.—Por los que no caben en una sola etiqueta —respondió Sofía.

Afuera seguía lloviendo, pero las gotas ya no borraban los colores: los mezclaban, los expandían, los hacían brillar.
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