Descubrir la Grecia de Henry Miller en El coloso de Marusi es sumergirse en una reflexión profunda sobre la esencia humana, en un mundo al borde del caos. No es solo un libro de viajes, sino una meditación sobre la vida, la pobreza, y la cultura. Miller nos invita a cuestionar nuestros propios valores y la dirección en la que nos lleva la civilización moderna.
Llego a El coloso de Marusi (Edhasa), de Henry Miller, gracias a varias referencias contenidas en Corazón de Ulises de Javier Reverte y a otros encuentros casuales con este título en revistas o internet. La obra es presentada como una especie de libro de viajes, basado en la estancia de su autor durante un año aproximadamente al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, huyendo de la amenazada Francia y accediendo a una generosa invitación de Lawrence Durrel quien residía en Corfú en aquellos tiempos.
Pongámonos previamente en contexto. Henry Miller contaba con cuarenta y ocho años. Había vivido una década en París desde donde había publicado dos novelas, Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, que aún no gozaban de la fama y reconocimiento que tendrían más tarde y que le llevaron por primera vez a ser juzgado en los Estados Unidos por obscenidad viendo cómo sus libros pasaban al comercio clandestino.
Miller había dejado los Estados Unidos en parte por la pobreza en que vivía, en parte buscando ese viaje literario por excelencia que otros ya habían hecho y proclamado al mundo, como Hemingway o Scott FitzGerald. No solo París es una fiesta, sino que también es enormemente barato en comparación con Nueva York. Allí uno puede escribir por las mañanas, comer en un figón una comida decente bañada por un vino aceptable y barato, y pasear por la tarde por sus bulevares y junto al Sena.
Pero el París de los años treinta ya no es el de los felices veinte. Ha habido una intentona por acabar con el régimen de la III República en el 34; dos años después hay unas elecciones que dan el poder al Frente Popular, una cierta simetría con el conflicto que nace en España y por el que, a diferencia de otros coetáneos como el propio Hemingway o Dos Passos, Henry Miller parece no sentir interés especial.
Entre tanto, Lawrence Durrel, a quien ha conocido unos años antes en la bohemia parisina, le envía continuas misivas invitándole a instalarse con él en la soleada Corfú alejándose así de las amenazas de una guerra inminente. Y es así como Miller viaja a Grecia para pasar allí un año y visitar Corfú, Atenas, Esparta, unos cuantos recintos arqueológicos o Creta.
En su viaje, Miller parece arrostrar la gran tragedia de que se le note a la legua que es americano. Y no menos duro de sobrellevar para él es el que parezca que no hay griego con el que se cruce que no haya vivido en América y se lo quiera hacer saber. En Chicago, Montreal o la propia Nueva York. Todos estos griegos lamentan su decisión de volver a la patria, un país pobre y sin posibilidades, con gente rústica y ordinaria. Nada parecido a la riqueza americana, a sus avanzados conceptos económicos, a sus comodidades, sus coches, sus edificios altísimos, en suma, a su papel señero de la modernidad.
Estos emigrantes griegos que ahora, ya regresados a su país de origen, sienten nostalgia de su exilio, quieren noticias, quieren confirmar sus convicciones y prejuicios, pero encuentran en Miller una dura piedra. El autor no disimula en muchas ocasiones el rechazo y odio que siente por los Estados Unidos. Considera que el camino elegido por esa nación, el protagonismo del individuo en detrimento de la comunidad, sus ideales expansivos que obvian lo que de natural tiene la sociedad humana, son la prueba de la espantosa deriva a la que se asoma el mundo entero. Para él, Grecia simboliza precisamente todo lo contrario. Es precisamente en esa pobreza que avergüenza a los griegos en la que encuentra el fundamento de su grandeza y de la admiración que siente por el país. Como bien señala, pobreza no es igual a miseria y afirma que en Grecia ha visto mucha pobreza, pero apenas miseria, todo lo contrario de lo que ha podido vivir en Estados Unidos y, en menor medida, en otras naciones como Inglaterra o la propia Francia. El autor gusta de sorprender a todos sus contertulios asegurando que no desea volver a Norteamérica en lo que le queda de vida, tan grande es su resquemor por su país.
Pero no solo de griegos está poblada Grecia. Otra gran desgracia que sufre Miller en este viaje es la de parecer atraer a todo extranjero que se encuentre en esta tierra. Así, los cónsules, agregados comerciales o funcionarios varios, de diversas nacionalidades, los turistas americanos o los viajeros ingleses, siempre llegando de alguna parte con destino a cualquier otro lugar, parecen anhelar la connivencia con Miller en contra de esta tierra dura y agreste, de su pueblo endurecido, casi salvaje, nada que ver con sus ilustres antepasados idealizados.
En estos encuentros, pocos parecen ser capaces de sortear el desprecio de nuestro viajero. Ni los extranjeros por su desconocimiento del verdadero espíritu griego, ni los ciudadanos de su arcadia soñada por no estar en la mayoría de ocasiones a la altura de las ensoñaciones ideales de Miller. Nadie, ni siquiera su amigo Durrell, especialmente Durrell. Su amigo poeta es un inglés que lo sigue siendo pese a no haber vivido casi en su tierra natal pero que, como todos los ingleses, gusta de vivir en una pequeña burbuja anglosajona, buscando mantener sus costumbres más allá de lo razonable, haciendo esperar a todos horas hasta lograr su desayuno de huevos pasados por agua al punto exacto. Miller va quedando hastiado de todos ellos ya que, a su juicio, solo él mismo parece ser capaz de exprimir la esencia de esta tierra, lo que no deja de revelar una soberbia propia de ese espíritu occidental que tanto deplora.
Pero no para todos existe un reproche de Miller, para todos no. Para Katsimbalis Solo hay bellas palabras y una sincera amistad, afecto y reconocimiento. Katsimbalis era un héroe de la guerra, de la Primera Guerra Mundial y de la lucha frustrada contra Turquía en la que Atatürk logró la victoria. Pero, más allá de sus méritos y hazañas militares, Katsimbalis es un escritor, editor e intelectual griego de gran altura. Su obra y, especialmente, la comprensión de su lugar en el mundo, es lo que causa la admiración y respeto de Miller. De hecho, el título de este libro hace referencia a la talla que confiere al griego y a su residencia, Marusi, una fea población del extrarradio ateniense.
A estas alturas, no sorprende que afirmemos que no estamos ante un libro de viajes, al menos no al uso, salvo que tengamos por tal el propio viaje interior, de renacer espiritual, que nos narra Miller. De sus peculiares obsesiones nace un profundo sentimiento de incomodidad con su tiempo, con la civilización que progresivamente se extiende por todas partes, manchando cuanto toca. Un mundo en el que el individualismo y la falta de comunión espiritual entre los hombres y de estos con la Naturaleza va corroyendo progresivamente toda esperanza de salvación.
Este sentimiento se refleja en las tierras griegas, en un momento de duda e incertidumbre mundial, con Alemania ocupando Polonia y la amenaza de guerra en Grecia a manos de un vecino italiano, marrullero y taimado, que ha ocupado Albania y tiene ya a su alcance la Grecia continental. Es en este momento de incertidumbre, cuando la máquina militar amenaza la vida, cuando Miller siente con mayor fuerza la importancia del pueblo griego, volcado en su pobreza, en sus cortas tradiciones, sin comprender la grandeza de su pasado y, por tanto, pudiendo sentirse orgulloso de ella con más motivo, sin altanería ni soberbia a la que tan afines son los norteamericanos o, más aún, los ingleses a los que tanto parece despreciar Miller
Los paisajes áridos, abruptos, el carácter algo asilvestrado, el florecimiento repentino de los sentimientos, el orgullo feroz, todo eso es lo que Miller valora. Pero sus altas opiniones son siempre teóricas y no acostumbran a resistir la realidad. Sus encuentros con los locales suelen estar teñidos de resentimiento. No se ahorran descripciones de la zafiedad, agresividad e incultura de los griegos a los que, pocos párrafos atrás, se ha ensalzado por esos mismos motivos. Pero Miller no pretende la coherencia, tan solo explora su propia percepción de la vida.
Y solo guarda buenas palabras para Katsimbalis, por encima de su amigo Durrell, siempre el griego se alza con la admiración del autor, sin que uno termine de tener claros los motivos, sin que llegue a expresarse nunca de manera clara qué es lo que hace que ese titán, el héroe de guerra, pueda con sus palabras, con sus actos, encarnar todo ese ideal sencillo y sincero que Miller no termina de vislumbrar en las tabernas de Creta o del Peloponeso.
Y así visto, no como ese libro de viajes, esa descripción acerada de la Grecia clásica que se nos quiere vender, sino más bien como ese viaje hacia el nudo gordiano de todas las cosas, es como el libro cobra todo su sentido y valor.
Las páginas son ahora vistas como ese largo proceso por el que se concluye una búsqueda la que Miller había dado inicio años atrás, sin rumbo, sin sentido, tan solo dando bandazos pero que, de un modo u otro, le han dirigido aquí, a esta tierra en la que comprende el secreto de la vida, algo similar a la meditación en la que la concentración lleva a la falta de atención en nada particular, tan solo al ser y existir, al pasar, sin dejarse llevar o atar por nada o nadie.
Tal vez el punto clave de esa inflexión llega de la mano de Katsimbalis cuando le hace visitar a una especie de adivino que vive en un asentamiento de refugiados armenios y que le revela un impresionante futuro, un futuro al que ansía llegar, hacer presente, una adivinación que le confirma en todo aquello que viene removiendo su espíritu desde hace tiempo, ese sentimiento que ha visto nacer visitando ruinas de antiguos santuarios griegos, pocos días antes.
Eleusis, el famoso enclave arqueológico, cuna de ritos iniciáticos secretos, en los que las drogas se empleaban con fines desconocidos es, junto al adivino armenio, el culmen espiritual del libro, el clímax en el que Miller alcanza la comprensión de su destino en la vida. Tal vez restos de las supuestas hierbas embriagadoras que se empleaban en aquellos ritos, flotaban en el ambiente el día en que Miller visitó las ruinas. Pero, sea como fuere, lo cierto es que cualquier lugar es bueno para renacer, mejor aún si tiene ese pasado mezcla de misticismo y liberación, de ritos ocultos e introspección mental.
Nace así un nuevo deseo, el de retornar a los Estados Unidos, contradiciendo así todas las afirmaciones que había hecho en sentido contrario a cuantos se interesaban por la cuestión. Henry Miller ya era célebre por la publicación de sus provocadoras primeras novelas pero será a partir de su regreso a los Estados Unidos en 1940 y la publicación de este testimonio de admiración a Grecia y a ese coloso de Marusi cuando su influencia crecerá en la Literatura y más allá. Cuánto debe a Katsimbalis, al anciano armenio, a Eleusis, a las ruinas de Cnosos y Festos o a los paisajes rocosos de la Ática es algo que deberá decidir cada lector.
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