Mitzuko, guerrero invencible y líder del ejercito imperial, había ganado la confianza del emperador por su valentía y temple demostrados en toda ocasión, su destreza con la katana, su rapidez para pensar y accionar en los momentos de combate le habían permitido salir avante de muchos desafíos, lo más que había sufrido, es una herida por debajo de la tetilla izquierda que lo dejo postrado inconsciente por varios días, logrando salvar la vida de milagro pues la daga no tocó el corazón; luego de prolongadas semanas de rehabilitación, regresó de nuevo a ocupar su mando del ejercito imperial, restablecido como si los mismos dioses le hubieran curado, y fue festejado por todos sus soldados sin excepción .
Sin embargo, el desasosiego se apoderaba de su alma, y obedecía a que el opositor que lo había herido en combate había salido ileso, sin rasguño alguno. Le carcomía el alma saberse derrotado y ansiaba la revancha para borrar del camino al único contrincante que simplemente lo había vencido. A juzgar por los rumores que sus soldados cuchicheaban en las barracas, hasta ese momento Itzukara su rival a muerte, había sido su amigo y hermano inseparable, a quien se consideraba el gemelo de armas de Mitzuko, puesto que habían sido educados y formados en el arte de la guerra por un mismo maestro que estimaba como la pareja que podía derrotar por sí sola a todo un ejercito.
Mitzuko rastreaba como animal herido el andar de su antiguo amigo, para tal motivo se hacía el aparecido en tabernas, incluso en competiciones cuerpo a cuerpo para coincidir con su acérrimo rival para tener un motivo para retarlo a un duelo a muerte. La oportunidad la ofreció el propio monarca, al celebrar un aniversario más de vida como hombre octogenario, con una surte de duelo entre los dos más calificados guerreros de su ejercito; fue así que el destino volvió a enfrentarlos.
Nadie quería perderse tan grande acontecimiento, todos querían ser testigos del duelo que incluso parecía más importante que la celebración de vida de su monarca, nunca antes se había visto la ciudad sagrada tan colmada de publico, pues de memoria se sabía que dichos acontecimientos sólo podían ser presenciados únicamente por la familia real, ejercito e invitados especiales de los pueblos conquistados. Sin embargo, algo había convencido el ánimo del monarca para permitir que todo el mundo pudiera ser testigo.
Pasaron todos los actos de reverencia, agasajo y entrega de regalos de los embajadores de paz, protocolo que todos sabían precedía al encuentro gladiatorio; por lo que se respiraba notoria ansiedad de que culminara para pasar al acto esperado. Cuando los guerreros tomaron las katanas que se encontraban juntas al centro de la arena circular, sus ojos brillaban como tizones de fuego en la fragua del odio; tomaron sus lugares y esperaron con notoria intranquilidad la señal del soberano para iniciar el combate. La mano derecha del monarca portando una enorme antorcha fue poniéndose lentamente en alto y ganando todo lo alto, permaneció un instante suspendida acompañada de los atronadores sonidos de los tambores de guerra.
Cuando el monarca bajó la mano lo hizo arrojando la antorcha al centro de la arena al tiempo en que los tambores cesaron sus voces profundas, nadie pudo dar crédito a lo que sucedió en un fugas instante. Izukara con un salto felino sorprendió a Mitzuko, a quien golpeó en la cabeza con el mango de la katana, venciéndolo de un solo golpe, se levantó bamboleante y decidido a emprender el combate, cuando el monarca se levantó de su asiento como señal inequívoca de que el mundo se detenía ante su mínima señal. Con ronca voz que todos pudieron escuchar lanzó su veredicto sentenciando la partida:
–Los dioses son justos al permitir que dos campeones, hermanados por un antiguo pacto de sangre, puedan concluir su pueril disputa en la arena gladiatoria. Una gran lección nos deja este combate al mostrarnos que ciegos no podemos enfrentar nuestros desafíos, que si el odio y la pasión se apoderan de nuestro corazón y nuestra mente, la batalla que tenemos que enfrentar es entonces con nosotros mismos. –la orden fue terminante–, Izukara y Mitzuko, dense la mano y estrechen sus cuerpos con un fuerte abrazo e inmediatamente pasen a ocupar el lugar que su valentía y arrojo merecen, acompañando a su monarca.
Esta historia nos enseña que somos un guerrero frente al espejo, nuestro mayor reto es combatir nuestros máximos defectos: comenzando por la ira, pasando por el miedo para finalizar con el odio. Nuestro centro es el monarca que piensa en todos los que gobierna con su mano firme y cabeza de pensamientos fríos, y nunca lo hace pensando en sí mismo. Mientras que los fieles guerreros son pensamiento y sentimiento juntos, como gemelos que entre derrota y triunfo fortalecen su espíritu de combate.