Aunque pasen los años, una se haya vuelto más práctica y te caiga encima una pandemia y te coarte al máximo el movimiento, lo cierto es que la experiencia y los viajes no me han permitido nunca hacer correctamente una maleta. Es como ir al súper sin la lista, algo muy habitual en mí: siempre te olvidas de las servilletas o traes huevos y los sumas a los dos packs que estaban al fondo de la nevera y que no pensaste que tenías. Si viajar me apasiona, no solo por romper con la rutina, conocer lugares nuevos o disfrutar de música y gastronomía, hacer maletas es como desarrollar correctamente la hipótesis de Riemann. Es decir, un auténtico quebradero de cabeza.
Sé que mi dificultad es compartida por muchas más personas. Por mi experiencia, compañeras de viaje, principalmente, que caemos en el mismo mal: la imposibilidad de determinar qué es necesario, qué es superfluo, qué sobra y qué falta. Porque si es odioso cargar con peso de más, aunque tu maleta tenga cuatro ruedas y casi camine al leve empujón, más terrible es llegar a tu destino y comprobar que ni las faldas, las camisetas, los vestidos o los abrigos, según la estación del año, pegan entre sí.
El mal, como digo, no es exclusivo mío, por suerte, y así me vi ayudando a una amiga a arrastrar su 'ataúd' de 45 kilos −calculo− por los callejones de Venecia, en pleno julio, sudando la gota gorda, para llegar finalmente al hotel después de perdernos por algunas calles y comprobar que para entrar había que subir una escalera estrechísima de no menos de 40 escalones. Porque nuestro viaje, que podíamos perfectamente haber resuelto con bultos de cabina de no más de 15 kilos, se convirtió en el paseo terrorífico de un 'ataúd' y dos maletas que se le acercaban mucho.
En otra ocasión, hace ya una década, viajaba yo por Suiza en pleno octubre. Ya era para llevar un abriguito. Y lo metí en mi maleta. Una monada, gris de base con unas formas geométricas de colores, no me olvidaré nunca. El día que refrescó lo metí en el maletero del coche para cuando lo necesitara. Así me bajé yo en Berna, la capital suiza, en pleno barrio glamuroso, el corazón de las boutiques de chocolates y dulces de calidad suprema, donde hombres y mujeres modernos entraban y salían de los negocios con abrigos preciosos. Y me planté yo el mío justo encima de un vestido corto con unos leotardos tupidos negros. ¡Ideal! No fui realmente consciente de que el estampado del vestido era completamente incompatible con cualquier otra prenda que no fuera completamente lisa. Mi media naranja me miro como quien hace un repaso de arriba abajo y aunque puso cara rara, siguió adelante conmigo por las calles de aquella capital. A los pocos minutos me dijo que varias personas me miraban con cara entre extrañadas y con pena. " Realmente, Naima, pareces un poco rumanita ", me dijo y me dejó completamente devastada. Fue la visita más corta a Berna del Libro Guiness de los Récords.
He visto numerosos tutoriales, no solo para saber qué llevar sino cómo ordenarlo; he confeccionado incluso listas con el vestuario diario; he metido "la rebequita por si acaso" que nunca te pones y "los tacones monos por si salimos a algún sitio más de vestir" que no existe finalmente en tu ruta; y también he ido de arrastrada y acabar en una pseudo discoteca con los tenis llenos de polvo de la caminata del día anterior. Todo muy de mi gusto, vamos.
Así que he tirado la toalla con la maleta. Si algún día ven a alguien desentonar por ahí, muerta de frío o con un abrigo estridente, pueden saludarme y darme ánimos. ¡Les estaré eternamente agradecida! 😉