Aquel curso me había tocado don Nicasio de profesor de religión, el mismo que oficiaba las misas de los viernes, a las que era obligatorio asistir. Como vestía siempre sotana y era rechoncho, tripón y narigudo, le habíamos puesto de mote Garbancito. Andaba el padre por la cincuentena y no necesitaba gastar energías en mantener la tonsura, que ya se cuidaba de ello la naturaleza.
Garbancito tenía un olfato fino para las tentaciones del deseo y los pecados de la carne, a los que seguía la pista con una tenacidad de sabueso. El incipiente bigote y el cuerpo en desarrollo, eran para él claras señas de culpa, un libro abierto en el que leía el pecado de Onán marcado con letras de fuego. Le gustaba confesar a cara descubierta, sin tanta privacidad ni tanta tontería, sentados frente a frente, en la intimidad de la sacristía, penitente y confesor. Escuchaba la sarta de pecadillos encadenados que extraíamos a la luz como ristra de pañuelos que un mago saca de la boca, deslizando maquinalmente sus dedos regordetes por las negras cuentas del rosario, abstraído, a la espera de que termináramos la pueril enumeración.
Al final de la dura tarea, cuando buscábamos por los recovecos de la conciencia algún pecado que se nos hubiera quedado rezagado, asomaba a sus ojos una chispa de la misma llama purificadora que debió animar a los inquisidores de antaño, y el rostro distendido cobraba súbita vida, lucidez. Con un gesto de la mano que venía a significar echemos los pelillos a la mar, daba inicio la verdadera confesión: a ver, a ver, y tú cuántas veces te masturbas, te tocas tus partes pudendas, juegas con el órgano, a ver, a ver, explícame cómo, te acercas a las chicas, tocas a tus hermanas, penetrando de aquella forma la coraza de nuestra intimidad. Después de la faena, magnánimo con el pecador, imponía la leve penitencia: reza tres padrenuestros y un avemaría.