Por Soc. Kelly J. Pottella G
El conflicto entre Estados Unidos (EE. UU.) y la República Bolivariana de Venezuela, lejos de ser una contienda ideológica estancada, se está reconfigurando como un caso de estudio en geopolítica coercitiva, caracterizada por una política exterior transaccional y personalista. Bajo la doctrina del quid pro quo (intercambio condicional), el despliegue de presión ha divergido entre la retórica de «cambio de Gobierno» y el objetivo pragmático de asegurar intereses energéticos y comerciales inmediatos.
Este enfoque expone profundas fallas estructurales y dilemas morales en la estrategia de Washington. La reciente derrota electoral del candidato Emilio González, apoyado por la administración en Miami, frente a la demócrata Eileen Higgins, quien asume como alcaldesa, introduce una variable de inestabilidad política interna que acelera la urgencia de cerrar el ciclo de coerción antes de una posible transición en la política exterior estadounidense.
La política de Washington se manifiesta a través de una demostración de fuerza explícita, justificada por la narrativa de lucha contra el narcotráfico y la designación del Gobierno venezolano como un «cártel narcoterrorista» (OTE). Este instrumentalismo legal y discursivo sienta las bases para acciones coercitivas, como el posicionamiento estratégico del portaaviones nuclear USS Gerald R. Ford y la ejecución de la Operación «Lanza del Sur» (Southern Spear). El objetivo declarado por el ex enviado Elliott Abrams —la misión solo cesaría «cuando el Gobierno de Maduro se vaya»—, convierte el despliegue en una herramienta directa de coacción política. Desde la perspectiva de la capital venezolana, esta intensificación de operaciones navales es calificada como una «Guerra Multiforme» y una flagrante violación de la soberanía, buscando no solo la disuasión, sino el agotamiento estratégico.
La hipótesis de una invasión militar o un colapso espontáneo del Gobierno venezolano ha sido refutada por la evidencia. Las declaraciones del Departamento de Guerra de EE. UU. negando «planes de invasión militar a Venezuela» y el análisis de la inviabilidad militar sugieren que la fuerza es utilizada como un mecanismo táctico de coacción para la negociación. El fracaso final de la «máxima presión» en el sector energético se confirmó con la conversación telefónica «respetuosa y cordial» entre Trump y Maduro y el posterior acuerdo entre Chevron Corp. y PDVSA para reanudar la extracción y compra de crudo. Estos hechos confirman que el imperativo de asegurar el suministro energético prevalece sobre el compromiso ideológico. Desde la perspectiva del Gobierno venezolano, su supervivencia se debe a una resistencia unificada y al éxito de sus alianzas multipolares (Rusia, China), lo que permite convertir el bloqueo y el despliegue militar en un «farol» político.
El costo humano de esta estrategia es grave. La intensificación de ataques contra embarcaciones en el Caribe, con al menos 83 muertes desde septiembre, ha sido denunciada por la Asamblea Nacional venezolana como «ejecuciones extrajudiciales» y «crímenes de guerra». Esta realidad alimenta, desde la perspectiva popular, la narrativa de confrontación y la solidaridad defensiva, interpretando el despliegue militar como un intento de despojar al pueblo de su dignidad.
Simultáneamente, el liderazgo opositor, que sirvió de apoyo a esta política, ha sido expuesto por la corrupción y la frivolidad, con acusaciones de «botín pirata» en la administración de activos como CITGO y Monómeros, un acto calificado como un «vulgar despojo» de un activo nacional. El reciente otorgamiento de un premio de paz a María Corina Machado, líder de la oposición, introduce una nueva complejidad. Para la oposición, este galardón valida su legitimidad internacional. Para el ejecutivo venezolano, se interpreta como un acto de interferencia geopolítica para deslegitimar el diálogo. La interpretación de este evento estratégico es que complica la Realpolitik deseada por EE. UU., ya que la negociación por petróleo debe coexistir con el reconocimiento internacional de una figura política polarizante, reforzando la naturaleza profundamente fracturada y externa del liderazgo opositor venezolano.
El déficit analítico de Trump radica en su «Doctrina del Personal», la cual ignora la profunda solidez defensiva interna y el arraigo social de un Gobierno que capitaliza la dignificación de las masas históricamente excluidas. Al no estar dispuesto a proveer los tres pilares institucionales para una transición sostenible (paraguas de seguridad, restructuración económica y moderación política), la coerción solo incrementa el riesgo de incertidumbre.
El hecho de que la coerción externa haya sido condenada al fracaso y al reproche moral, mientras el conflicto se encamina hacia una negociación acelerada de términos energéticos y políticos, nos lleva a razonar lo siguiente: La derrota electoral del partido gobernante en EE. UU. amplifica la necesidad de la administración saliente de cerrar el quid pro quo del petróleo y la seguridad antes de la transferencia de poder, lo que podría cambiar los términos de la desescalada.
El camino hacia la superación de la crisis exige un proceso interno, lento y estructural, para que la sociedad, a través del esfuerzo y la madurez, pueda construir las instituciones que Washington se ha mostrado reacio a financiar o garantizar. Desde la perspectiva de la Resiliencia Cultural, la única forma de asegurar el futuro es que la sociedad, priorizando la paz y el diálogo sobre la bota militar, construya su propia autonomía institucional.
