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Tiempo de lectura: 5 minutosA finales del siglo XIX el continente africano aparecía pintado de diversos colores en los mapas, según cual fuera la potencia colonial europea que dominara sus inmensos territorios. En aquellos mapas muchas fronteras tenían una sorprendente peculiaridad: eran rectilíneas. Por lo tanto, artificiales.
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La razón era simple: se habían trazado con una regla y un compás en las mesas de los ministerios de las potencias coloniales. Tras el Congreso de Berlín (1884-1885) el reparto de África se realizó como si aquel inmenso continente estuviera vacío, como si allí no vivieran pueblos que tenían una historia y sus propias culturas.
El Congo de Leopoldo II de Bélgica
Antes de ser una colonia, el Congo fue una propiedad personal del rey de Bélgica Leopoldo II. Lo que ocurrió en aquel extenso territorio selvático del corazón de África a finales del siglo XIX y principios del XX no dice nada en favor de este monarca y de los europeos en general. Entre 1890 y 1910 se perpetró en el Congo una matanza que algunos libros de historia ni siquiera mencionan.
Lejos de sus países, muchos de los europeos que se instalaron en el Congo se convirtieron en seres brutales, sin piedad alguna por los indígenas. En pocos años el Congo de Leopoldo II fue devastado y su población explotada, sometida a toda clase de castigos corporales. Algunas escenas de las brutalidades cometidas allí por los compatriotas de Leopoldo II son escalofriantes.
Leopoldo II subió al trono en 1865. Su país era pequeño y muy joven; había obtenido la independencia treinta y cinco años antes al separarse de Holanda. Pero Bélgica se estaba industrializando y su monarca era un hombre ambicioso de poder. Antes de ser coronado ya decía que a su pequeño país le faltaba una colonia. Pero, ¿dónde podía hacer realidad sus sueños coloniales el rey de los belgas? En América, no; allí se vivía un proceso contrario a la colonización. En Asia, tampoco, puesto que rusos, ingleses, franceses y holandeses habían ocupado los últimos territorios en el siglo XIX. Solamente en África quedaban espacios en blanco.
En 1876 Leopoldo II convocó en su palacio de Bruselas una reunión geográfica a la que acudieron delegados de muchos países europeos. Tras aquella reunión promovió la creación de una Asociación Internacional Africana con fines filantrópicos. Por lo menos esto era lo que afirmaba el monarca belga. Ocho años después, en vísperas de la Conferencia de Berlín, el único socio de la Asociación Internacional Africana era su creador.
Los fines humanitarios que Leopoldo II decía querer llevar a cabo en el Congo eran básicamente dos: combatir el tráfico de esclavos y defender a los misioneros católicos y protestantes que ejercían su labor entre los nativos. Una de las razones por la que las potencias europeas defendían el colonialismo en África era acabar con el comercio de esclavos, en manos de musulmanes, árabes sobre todo. En las regiones del este del Congo se practicaba este execrable tipo de comercio.
En 1878 Leopoldo II había contratado los servicios de Stanley, el hombre que había encontrado a Livingtone, y le había encargado que explorara la cuenca del Congo. Que negociara pactos comerciales con los jefes nativos y estableciera puestos a lo largo del río. En otras palabras, que “preparara el terreno” para una futura explotación del territorio.
Tras la Conferencia de Berlín (1884-1885) Leopoldo II creó el Estado Libre del Congo sin apenas oposición de las grandes potencias -Francia, Gran Bretaña y Alemania- porque las convenció de sus propósitos filantrópicos. Además, el Congo no se constituía como colonia belga, sino como una propiedad de su monarca. Las banderas de todos los países podían tener acceso a él a través de la gran arteria fluvial que es el caudaloso río Congo. Aunque Leopoldo II manifestó que no buscaba beneficios económicos, el bienestar de sus súbdito negros no le preocupaba mucho. Nunca viajó al Congo a visitarlos.
Leopoldo II era accionista de todas las empresas a las que había concedido la explotación del Congo. Las riquezas principales del país que interesaban a los europeos eran el caucho, la madera, el marfil y la minería. En pocos años se construyeron en el Congo vías férreas, se fundaron ciudades, se desarrolló la explotación minera, se levantaron escuelas y hospitales… Pero también se confiscaron tierras, se aplicó un sistema de trabajos forzados inhumano, se introdujeron enfermedades que ocasionaron una gran mortandad… Era la otra cara de la moneda del colonialismo.
La explotación del Congo se hizo con medios brutales. Para obligar a los nativos a trabajar se les castigaba a latigazos, se les inmovilizaba con cepos, se les colgaba de las manos en los árboles durante días… A los que no aportaban suficiente cantidad de productos se les cortaban las orejas o las manos, se secuestraba a sus mujeres. Todas estas atrocidades fueron denunciadas por misioneros, diplomáticos y filántropos. El primero en hacerlo fue el norteamericano de raza negra George W. Williams, cuya Carta abierta al rey Leopoldo II, publicada en forma de panfleto en 1890 en su país y Europa, despertó muchas conciencias. Otros denunciantes de aquella barbarie fueron los británicos Edmund Morel y Roger Casement.
Llegó un momento en que el parlamento belga tuvo que actuar. La información recogida por una Comisión de Investigación no dejaba lugar a dudas: en el Congo se habían cometido más barbaridades que en el resto del continente africano. La Comisión reunió muchos testimonios de congoleños que habían sobrevivido a terribles maltratos y mutilaciones. Sus declaraciones enternecieron a más de un juez. ¿Cómo era posible que su rey se hubiera convertido en cómplice de tanta violencia, de tantas atrocidades?
En 1908 Leopoldo II cedió el Congo a Bélgica. A partir de entonces la explotación de los recursos de la gran colonia naturalmente no cesó, pero por lo menos los métodos de explotación se suavizaron. Sin embargo, el daño ya estaba hecho. El saqueo de las riquezas del Estado Libre del Congo había ocasionado la muerte de millones de nativos.
Según la Enciclopedia Británica, como mínimo murieron ocho millones de congoleños. Gracias a las riquezas del Congo un pequeño estado se convirtió en una potencia económica en menos de tres décadas. Pero el coste humano en vidas y sufrimiento de aquel progreso material fue enorme. La rapacidad y brutalidad de los europeos en el Congo es seguramente el capítulo más vergonzoso de la colonización de África.
Autor: Josep Torroella Prats para revistadehistoria.es
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Bibliografía:
Adam Hochschild: El fantasma del rey Leopoldo. Península, 2002.
Henri L. Wesseling: Divide y vencerás. El reparto de África, 1880-1914. RBA,
- Olivier y A. Atmon: África desde 1800. Alianza, 1997.2010.
Guido De Weerd: L’État indépendant du Congo. Editions Dynamedia, 2015.
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