Revista Libros
El conserje
Aquel viejo solitario lo había vuelto a hacer. Todo el mundo lo veía como un anciano encantador, siempre educado y amable. Ese día, sin embargo, algo distinto y turbio se escondía en su mirada. Sin que nadie se percatase, salió de la sala de la caldera arrastrando, como siempre, la pierna derecha. Es por todos sabido que allí, aparte del aparato en cuestión, no se encuentran más que unas pocas telarañas… ¿o no? Nadie entraba allí nunca, salvo él mismo. Si hubiese querido esconder algo, ¿quién podría haberlo descubierto?
El señor don Pascual Guerrero era el conserje del instituto de enseñanza secundaria más cercano. Se le conocía por su gran dedicación al trabajo, por ser discreto y un buen hombre en general. Era simpático con todos, o casi todos. Había ciertas personas que le resultaban a veces nauseabundamente insoportables, como aquella nueva empleada de la cafetería. La odiaba desde el mismo instante en que apareció en su vida. Aún lo recordaba, en la última reunión de personal, con toda aquella chusma. Su mirada, con esos ojillos entrecerrados y medio arrugados, parecía leer su mente. Estaba seguro de que ella, mediante algún misterioso procedimiento, había conseguido hurgar hasta el último rincón de su cabeza. Eso no podía ser nada bueno. ¿Acaso buscaba el dichoso cuco en su cabeza? Pues no, él tampoco lo tenía, igual que no lo tuvo nunca aquella pobre interna del… ¿Pero qué decía? ¡Fuera, fuera, pensamientos extraños! Dios, cómo la odiaba. Cada vez que pasaba por su lado, sigilosa cual espía y blandiendo la escoba, sentía ganas de estrujarle el pescuezo. ¡Y cómo lo disfrutaría! ¿Quién se había creído aquella vieja bruja? A él no se le podía engañar como a aquellos estúpidos adolescentes, ¡de ninguna manera! La veía y lo sabía: tenía que matarla; y tendría que hacerlo rápido o la vieja adivinaría esta idea también. Pero todo asesinato requiere cierta preparación. ¿Qué podía hacer él mientras tanto para que aquella bruja no le leyera la mente? Tras mucho meditarlo, recordó algo sobre el aluminio. La gente lo había usado a veces contra los extraterrestres y parecía ser que funcionaba. Consistía en colocarse algo de aluminio en la cabeza formando un casco protector contra las ondas alfa que emite el cerebro humano. ¿O eran las delta? No no no, estaba seguro que eran las alfa. Bueno, eso carecía ahora de importancia, el caso era conseguir la protección. ¿Pero qué podía ponerse en la cabeza? Estaba seguro que el papel de aluminio enrollado en la cabeza sería insuficiente, era demasiado fino, y el riesgo de dejar alguna zona al descubierto era muy alto. Entonces, ¿qué? Algún tipo de cubo o lata… O tal vez vendiesen alguna especie de casco protector moderno en una de esas tiendas para chicos guays.
Al salir del trabajo, don Pascual Guerrero cogió el metro, se acercó al centro de la ciudad y, aunque no os lo creáis, encontró lo que buscaba. El dependiente le explicó que era algo muy nuevo usado para no sé qué, pero el caso es que, tras la apariencia de un sombrero relativamente normal, se hallaba un caparazón protector de aluminio. ¡Era perfecto! Pagó y se fue. Estaba convencido de que, con aquel gorro, las cosas estarían ahora de su lado. Así, podía dejar de preocuparse por aquello y seguir con su vida normal. Tras este pensamiento, su mandíbula se desencajó un momento haciéndole adoptar un gesto grotesco, como queriéndole decir que no estaba del todo de acuerdo con su amo. Habitualmente, nuestro don Pascual Guerrero creía mantener conversaciones secretas con su mandíbula u otras partes de su cuerpo; él era el único que las oía. No estaba loco, por Dios, solamente era especial, distinto. Tenía un don. Algunas partes de su cuerpo se habían revelado a veces en su contra, dominadas por una fuerza extraña. Ese era el precio de poseer tanta inteligencia, tanta perspicacia. Él era capaz de adivinar los pensamientos más oscuros, secretos y pecaminosos de cada personajillo que por su lado anduviese. Por eso no le gustaba nada aquella vieja, sabía que tramaba algo en su contra, aunque aún no había conseguido averiguar muy bien el qué. Su don, como don Pascual Guerrero lo llamaba, le había traído problemas algunas veces, pues había llegado a descubrir secretos demasiado importantes. Oh, sí, si él hablase, sabía tantas cosas… Pero no, ese no era su estilo. Su misión en este mundo era muy distinta. Debía velar por mantener el orden, la moralidad, la corrección y, por encima de todo, el respeto. Sabía perfectamente que había sido enviado para eso. Y, ¿qué mejor lugar para cumplir su destino que un instituto?
Un día, mientras ponía los rollos de papel higiénico en su sitio, entró alguien. Don Pascual Guerrero se quedó muy quieto, escuchando, expectante. Oyó un chasquido, como el de un encendedor. Se asomó entonces un poco por encima de la puerta del retrete y la vio. ¿Qué hacía aquella allí parada fumando un cigarrillo? - Se está escaqueando – le dijo su tobillo. - No, no, no le hagas caso a ése, te está vigilando. Lo sabes. Habrá descubierto tu misión – sugirió la rodilla. - No puede ser, ¡llevo el condenado gorro! – masculló él entre dientes, agachándose y volviéndose en un intento de esconderse. - ¿Te vas a quedar todo el día ahí? – preguntó su impertinente codo izquierdo. - Por lo menos hasta que se vaya- contestó él. - Sabes que no se irá. – dijo el otro. - ¿Ah sí? No creo que ese cigarrillo pueda durarle eternamente. - Quién sabe. Mientras tanto, a la empleada de la cafetería, que no era sorda, le pareció escuchar unos murmullos que venían de los inodoros. Esto la sorprendió y la asustó, ya que pensaba que estaba allí sola. “Vaya, ni un rincón tranquilo en este sitio…” pensó. - ¿Hola? – Se decidió a preguntar - ¿Hay alguien? – dijo ahora acercándose más a los retretes. - No tienes escapatoria – le dijo el codo a don Pascual Guerrero. - Cállate – susurró enfadado.
De pronto una de las puertecillas se abrió bruscamente. Tras ella, apareció don Pascual Guerrero. - Ah, era usted – dijo la bruja – Por un momento me había asustado. “Deberías”, pensó él. Ella, en un intento de entablar conversación, se fijó en el curioso sombrero que llevaba el conserje, a lo que dijo: - Qué sombrero tan curioso, ¿dónde lo ha…?A don Pascual Guerrero se le quedó la mandíbula en punto muerto, y su expresión se tornó horrible, feroz. La empleada no pudo acabar la frase, pues se quedó sin aliento al verlo. ¡Clac! ¡Clac! Como nueva. - Perdón, esta vieja mandíbula a veces… ya se sabe, con la edad… - se atrevió a decir él. - Ah, vaya – pareció tranquilizarse la otra. - Lo sabe, lo sabe, lo sabe, lo sabe… - le decía una vocecilla a don Pascual Guerrero en su cabeza. - ¡Cállate! – dijo él. - ¿Cómo dice? – preguntó extrañada la de la cafetería. - Nada, nada, lo siento. No quería… debo irme. - Encantada de haber hablado con usted – intentó mostrarse simpática – A ver si un día me presta su gorro, tengo yo unos vaqueros con los que quedaría estupendo. Don Pascual Guerrero, que estaba ya saliendo por la puerta del baño, se sintió lleno de ira tras ese comentario. No obstante, sin perder la calma, y tras notar un curioso acento en la mujer, preguntó: - Disculpe… tiene un curioso acento. ¿De dónde es usted?- De la France – dijo ella ahora en un tono divertido.
Claro, Francia, ahora lo entendía todo. ¡Ellos la habían mandado! Oh, si, sabía un buen puñado de secretos que hubiesen desencadenado más de una guerra, ¡y ahora querían quitarle del medio! ¡No lo podía permitir!
Aquella noche, mientras dormía sudoroso, don Pascual Guerrero tuvo una revelación. En mitad de un sueño, se le apareció un viejo político al que él muy bien había conocido en el otro mundo. Le habló en un idioma extraño, más tarde le sonrió, ¡y sacó la lengua! ¿Se estaba burlando de él? Sinvergüenza… Más tarde, el político enmudeció, se acercó a él lentamente, y le olió la entrepierna. Ahora era un gato, un gato malo y sucio al que había que aniquilar. Cogió entonces una escopeta que apareció de la nada y le disparó. ¡Pum, pum! Sonó en mitad de la silenciosa noche. El gato que tanta compañía le había hecho durante años apareció muerto entonces, tendido boca arriba en el suelo, tieso, diabólico. - Gato malvado – se dijo. - Es mejor así – sentenció el dichoso codo izquierdo.
Por la mañana al despertar, se dio cuenta de que realmente su gato había muerto. Decidió entonces enterrarlo en el jardín de detrás de la casa. Don Pascual Guerrero vivía solo, en una pequeña casa no muy lejos del instituto. Siempre procuraba que su hogar estuviera poco iluminado. Las escasas plantas que tenía se habían marchitado hacía ya mucho tiempo. No poseía demasiados muebles, solo los necesarios. En un pequeño rincón del armario, se podían encontrar tres pantalones y seis camisetas. Mocasines.
Tras enterrar al animalucho, desayunó y se vistió apresuradamente, sin asearse si quiera. Aquel día tenía mucho que hacer. Al llegar a su puesto de trabajo, volvió a ver a la vieja bruja. ¡Agh, otra vez! ¡No podía soportar verla! Un escalofrío recorrió su espalda. ¿Habría informado ya de todo a su país? Tenía que quitarla de en medio cuanto antes. La mujer, que percibió la mirada del viejo, se giró. - Hola – dijo sonriendo. - Sí, hola, sonríe, sonríe, más tarde nos veremos tú y yo las caras – dijo él en voz baja, haciendo una mueca. Ese era el día y tenía que hacerlo sin falta. Liquidarla no sería un problema; obviamente él la superaba en fuerza y envergadura. La cuestión era hacerlo sin levantar sospechas. Nadie podía echarla en falta, eso podía traerle problemas. Y, desde luego, nadie debía verlos juntos de nuevo. Investigación. Atar cabos. De ningún modo. Pasó el día ocupado en sus habituales quehaceres de conserje. Esperó a que alumnos y profesores se hubiesen marchado. Ese era el momento perfecto. Solos. Completamente solos. Fue a buscarla. Ella estaba limpiando la cafetería. Se le acercó por detrás y sacó, despacio, la aguja que llevaba preparada con un potente paralizante. Estas cosas no deberían ser tan fáciles de conseguir, pensó. Se acercó más. Ella escuchaba música en su mp3. Alzó el brazo. Aguja preparada, él dispuesto a saborear el placentero momento. Y la bruja estornudó, y con aquel gesto brusco e inesperado don Pascual Guerrero perdió el equilibrio. La agarró por el brazo y se fueron los dos al suelo. Rodaron. Ella parecía asustada. Bien. En medio del forcejeo él perdió el sombrero. ¡No! Mierda. Qué más daba ya, iba a matarla de todas formas. Aquella bruja era extrañamente fuerte, pero finalmente se la clavó. - Puta- dijo con cara de asco y satisfacción. Esbozó una macabra sonrisa. Ella se durmió. La arrastró entonces hasta la sala de la caldera. Dios, aquello parecía de todo menos la sala de la caldera. Era una habitación con una camilla en el centro, una mesa con instrumental médico, una nevera y… la caldera. El aire estaba viciado y había muy mala iluminación. Las paredes, sucias. Recordaba bastante al estilo modo pesadilla de Silent Hill. Habría que tener cuidado por si aparecía alguna enfermera zombi por allí. Vale, fuera bromas. Tumbó a la bruja en la camilla y la ató de pies y manos. Cogió unas tenazas y, sujetándole con ellas la lengua, se la cortó. - Ah- suspiró él romántico – esto es para mí, ya no vas a necesitarla. La guardó en un bote. Ella, horrorizada, porque a pesar de paralizada estaba totalmente consciente, intentó gritar. No hizo más que chorrear sangre por toda la habitación. Aquel líquido rojo fluía rápido, loco y excitado. Pronto se sintió a punto de perder el sentido, pero él no permitió que esto ocurriese. - Muy bien, ahora que estás ahí y no eres una amenaza, te diré algo: Lo sé todo, y no vas a salirte con la tuya. No sé si habrás tenido tiempo de hablar con tus jefes, pero seguro que ya no podrás hacerlo – dijo sonriendo y mostrándole el bote con la lengua dentro. – Has perdido, acéptalo. Ahora, sintiéndolo mucho, debo decirte que vas a morir. La de la cafetería lo miró aterrorizada, con desesperación. Aquellos ojillos llorosos parecían pedir clemencia a don Pascual Guerrero. - Lo siento – dijo él – pero no sé qué extraños códigos puedes conocer para comunicarte así que, muy a mi pesar, no puedo dejarte ir. Tras pronunciar esto, y sin más demora, sacó un bisturí del bolsillo derecho y le rebanó el pescuezo. - Era necesario. – sentenció el codo izquierdo. Aquel viejo solitario lo había vuelto a hacer. Sin que nadie se percatase, salió de la sala de la caldera arrastrando, como siempre, la pierna derecha; y algo más.