Revista Opinión
Mientras el contable atendía sus obligaciones con rigor y celo, dedicándoles el tiempo que fuera necesario, su mujer permanecía al cuidado de la casa y los niños. Durante los primeros años, esa rutina en ambos apenas sufrió modificaciones y permitió al matrimonio disfrutar de estabilidad económica y labrarse un prestigio de personas serias y formales, quizá un tanto distantes pero educadas en su trato con los vecinos, con quienes en realidad no entablaban amistad ni consentían confianzas.
La importante empresa para la que trabajaba el contable le confirió, con el tiempo, mayores cargas de responsabilidad, hasta el extremo de confiarle el control absoluto de las cuentas, dada su sólida profesionalidad y probada eficacia al frente de los libros de contabilidad. Había demostrado con creces su habilidad para cuadrar al céntimo los balances y, en ocasiones, no eludir las indicaciones de maquillar movimientos atípicos de capital para que no perjudicasen a la empresa ni a sus propietarios. De este modo, llegó a conocer secretos o irregularidades que afectaban a todos, por lo que su peso en la empresa llegó a ser enorme y su labor, imprescindible. De igual forma, sus emolumentos también se incrementaron considerablemente, lo que se trasladó a su nivel de vida y a un ascenso social entre las clases acomodadas. No en balde era el responsable de cobros y pagos a proveedores, clientes y empleados de la empresa, así como de autorizar las nóminas, pagas extras, gratificaciones y cualquier gasto complementario con el que se retribuyera al personal. Incluso las percepciones a la dirección y los altos ejecutivos, junto a sus gastos de representación y pluses, en metálico o mediante tarjetas, debían contar con su visto bueno. No entraba ni salía un euro de aquella empresa sin su conocimiento y autorización.
Su mujer se acostumbró enseguida a ese estilo de vida y a frecuentar las tiendas más elegantes de la ciudad, veranear en destinos lejanos y exquisitos, y acudir a los bancos para realizar las transacciones que le encomendaba su marido. Lo creía tan ocupado que ella asumía aquellas gestiones bancarias, sobre todo una vez que los hijos ya no acaparaban su tiempo y en la casa contaba con ayuda doméstica. Su confianza en él era tan grande como el amor que se profesaban. Desde que se conocieron en la facultad y unieron sus vidas, atravesando juntos dificultades y momentos de felicidad, ninguna grieta se había producido en su matrimonio. También en este aspecto su fidelidad constituía una rareza en el ambiente elitista en el que se desenvolvía, donde predominaban los divorciados y emparejados en segundas o terceras nupcias. Era verdad, por extravagante que resulte, que su marido la adoraba. Y ahora que la fortuna les sonreía, aún más. De hecho, ella era para el contable tan importante o más que el dinero. Y sin una y otro, él no se imaginaba la vida.
Pero la situación se torció. Una investigación a la empresa y el descubrimiento de la financiación paralela que mantenía con la dolosa intención de ocultar ingresos, gastos y pagos que no se reflejaban en la contabilidad oficial, ocasionaron la imputación, primero, y la condena, después, del contable y otros cargos de la empresa. Durante el juicio quedó demostrado el enriquecimiento irregular del contable gracias a comisiones, contratos y demás transacciones que una contabilidad fraudulenta favorecía. Y de la que su mujer participaba al mover las ganancias de una cuenta a otra en bancos en los que tenía firma autorizada. Eso era lo que más dolió al contable, pues ella también había sido condenada a penas de cárcel, por cómplice. Y lo que hizo que creciera la inquietud en la empresa, donde temían que ahora el contable, por salvarla como fuera, revelara hasta dónde alcanzaba la trama corrupta en aquella organización, en la que él era un simple pero lucrativo contable.