Aquella noche, El Capri estaba repleto. Nunca, la verdad sea dicha, había visto tanta gente en el garito. La música de Loquillo se convertía en el estribillo del pecado. Allí, casados y casadas hacían juegos de manos por debajo de las mesas. En la barra estaba Lola. Estaba sola, sin ningún perro que le ladrara y sin ningún gato que le maullara. Me gustaba la mujer que se escondía tras la máscara del maquillaje. Me gustaba porque detrás de esos potingues, se hallaba la niña que jugaba al ahorcado en los tiempos de colegio. Peter estaba pletórico. El negocio iba viento en popa. Tanto que se compró un Golf. Un coche que, en aquellos tiempos, era sinónimo de juventud y dinero. En las máquinas tragaperras estaba Fermín, el marido de Gabriela. Allí pegado a la suerte de la ranura, arrojaba el salario que ganaba como peón de jardinero. Eran tiempos difíciles. Tiempos donde los sindicatos estaban de uñas con Felipe González. Y tiempos donde el terrorismo se convertía en el pan nuestro de cada día.
Solo en la barra, me venían pensamientos a la mente. Pensaba cómo sería mi vida el día de mañana. Y pensaba si algún día sería ese hombre viejo y con barriga. Un hombre de esos que cotizan poco en los puestos del mercado. Me preocupaba el futuro. Tanto que mientras pensaba, envolvía mis angustias con la espuma de la cerveza. Con la misma cerveza que disimulaba el rostro del fracaso. Un rostro pálido, con gafas empañadas por el humo del tabaco. Y, un rostro adolescente, con acné y pelo descuidado. Mientras leía el Marca, una mujer forastera se sentó a mi vera. Era una mujer madura. Una señora de esas que saben de la vida, huelen a Chanel y fuman tabaco caro. Me preguntó por la hora. "Perdona, ¿llevas hora?". Le dije que no hacía falta que me pidiera "perdón" para preguntarme la hora. Era una hora prohibida. Una hora de esas donde el alcohol da rienda suelta a las pulsiones y deseos. Me dijo que iba de camino a Almería. De camino al entierro de su tía, la hermana de su madre. Le dije que lo sentía y, sin pensármelo dos veces, le di un beso en la mejilla. En una mejilla fría. Fría como los cubitos que yacían en los vasos de la barra.
Me preguntó por mis estudios. Le dije que los había abandonado. Que no quería saber nada ni de profesores ni de libros. Le dije que me encontraba enfadado. Enfadado con la vida y todos sus adornos. Le dije que soñaba despierto y vivía dormido. Que soñaba con ese día que, por las suerte de la vida, me tocara la lotería. Detrás de nosotros, en los sillones del lado oscuro, Mario engañaba a su señora con Manuela, la hija del chatarrero. Peter barría las colillas y servilletas que deambulaban por el suelo. Colillas manchadas de carmín. Y colillas arrugadas por la presión de las últimas caladas. En la calle, los gatos disfrutaban de los restos de pescado. Restos que asomaban por las bolsas de basura. La música de Alaska ensuciaba los lamentos del garito. Un garito de gente maloliente. De gente que trabajaba para vivir. Que trabajaba para comer un plato de fideos y disfrutar del bailoteo los fines de semana. El contagio de los bostezos encendía los sueños en las penumbras del secreto.
Por Abel Ros, el 17 diciembre 2020
https://elrincondelacritica.com/2020/12/17/el-contagio-de-los-bostezos/