Apenas han pasado unas horas desde nuestra llegada de Uzbekistán, tras un viaje de unos catorce días y un penoso vuelo de once horas desde Taskent cuyo único aliciente ha sido volver a ver los Alpes desde el cielo. Un fabuloso grupo de 16 personas ha hecho posible que estos días transcurrieran con agrado, a pesar de las altas temperaturas que hemos padecido y unas cuantas diarreas (ni Alejandro Magno se libró de ellas en sus incursiones por Asia). El viaje, anécdotas al margen, ha oscilado entre las duras ciudades rediseñadas por el realismo socialista de antaño y las fabulaciones de la “ruta de la seda” que los turistas pretenden revivir. Es un viaje que escapa un tanto a nuestras expectativas, pero no por ello deja de ser, si cabe, más interesante. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
A pesar de que hoy día todos podríamos pensar que el término “ruta de la seda” existió desde tiempos inmemoriales, no fue hasta 1877 cuando el barón Ferdinand Freiherr von Richthofen lo acuñó para referirse a un espacio que ya por aquel entonces comenzaba a figurar en el imaginario de los europeos como un conjunto de lugares míticos. Desde Xiam hasta Venecia había comenzado ya la invención de un Oriente de caravanas, convertidos los antiguos relatos de Marco Polo o de Ruiz González de Clavijo en verdaderas guías de viaje para aventureros modernos.
Nuestro viaje por Uzbekistán, ciudades míticas al margen, como Jiva, Bujara o Samarcanda, ha tenido también profundas dosis de ciudades marcadas por el realismo socialista de la antigua Unión Soviética. La capital de Uzbekistán, Taskent, sin ir más lejos, tiene un metro que es una réplica en pequeño del de Moscú. Otras ciudades remotas, como Nukus, reciben hoy algo de turismo gracias al desastre ecológico del Mar de Aral y al Museo Savitsky, auténtico oasis de arte vanguardista salvado milagrosamente en los duros tiempos de la Unión Soviética. Estos lugares dan la sensación de ser reales, quizá demasiado, hasta el propio Mar de Aral, que con su inmensa cuenca seca nos deja sin aliento. El núcleo del viaje, es decir, la ruta que va de Jiva a Samarcanda, tiene mucho de lo que el profesor Edward Said llamó “Orientalismo”, es decir, de reinvención de un oriente construido a la medida de nuestros sueños. En este caso, ya desde los últimos tiempos de la URSS y, sobre todo, durante los más recientes años de la independencia uzbeca, se ha llevado a cabo un esfuerzo notable por ofrecer a los turistas lo que quieren ver. Esto se ha conseguido en grados diversos. Mientras el recinto de la muralla interior de Jiva se ha convertido, de hecho, en un pequeño parque temático, Bujara tiene un tibio aspecto de ciudad de veraneo (en especial su plaza principal), y en Samarcanda se han ocultado tras muros y escaparates los barrios “de verdad”, como ocurre con el entrañable barrio judío. Las autoridades uzbecas han intentado, pues, ofrecer la oferta turística que busca el todavía incipiente turismo que llega de la Europa Occidental. Esta presencia, a su vez, causa el asombro de los lugareños, no acostumbrados a ver otros “europeos” que los rusos o similares. Se plantea, por tanto, un curioso cruce de imaginarios entre visitantes y visitados donde la realidad y los ensueños se confunden admirablemente. FRANCISCO GARCÍA JURADO