Revista Cultura y Ocio

El corazón de las tinieblas - Joseph Conrad

Publicado el 17 marzo 2021 por Elpajaroverde
«Remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación, cuando la vegetación estalló sobre la faz de la tierra y los árboles se convirtieron en reyes. Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable. El aire era caliente, denso, pesado, embriagador. No había ninguna alegría en el resplandor del sol. Aquel camino de agua corría desierto, en la penumbra de las grandes extensiones. En playas de arena plateada, los hipopótamos y los cocodrilos tomaban el sol lado a lado. Las aguas, al ensancharse, fluían a través de archipiélagos boscosos; era tan fácil perderse en aquel río como en un desierto, y tratando, de encontrar el rumbo, se chocaba todo el tiempo contra bancos de arena, hasta que uno llegaba a tener la sensación de estar embrujado, lejos de todas las cosas una vez conocidas... en alguna parte... lejos de todo... tal vez en otra existencia. Había momentos en que el pasado volvía a aparecer, como sucede cuando uno no tiene ni un momento libre, pero aparecía en forma de un sueño intranquilo y estruendoso, recordado con asombro en medio de la realidad abrumadora de aquel mundo extraño de plantas, y agua, y silencio. Y aquella inmovilidad de vida no se parecía de ninguna manera a la tranquilidad. Era la inmovilidad de una fuerza implacable que envolvía una intención inescrutable. Y lo miraba a uno con aire vengativo. Después llegué a acostumbrarme. Y al acostumbrarme dejé de verla; no tenía tiempo. Debía estar todo el tiempo tratando de adivinar el cauce del canal, tenía que adivinar, más por inspiración que por otra cosa, las señales de los bancales ocultos, descubrir las rocas sumergidas. Aprendí a rechinar los dientes sonoramente antes de que el corazón me estallara cuando rozábamos algún viejo tronco infernal que hubiera podido terminar con la vida de aquel vapor de hojalata y ahogar a todos los peregrinos. Necesitaba encontrar todos los días señales de madera seca que pudiéramos cortar cada noche para alimentar las calderas al día siguiente. Cuando uno tiene que estar pendiente de ese tipo de cosas, los meros incidentes de la superficie, de la realidad, sí, la realidad digo, se desvanece. La verdad íntima se oculta, por suerte, por suerte. Pero yo la sentía durante todo el tiempo. Sentía con frecuencia aquella inmovilidad misteriosa que me contemplaba, que observaba mis artimañas de mono, tal como os observa a vosotros, camaradas, cuando trabajáis en vuestras respectivas cuerdas por... cuánto es...medio corona la vuelta».

Y aquí estaría todo. Todo lo que os quiero contar. O no, pues no hay nada prescindible en este libro. Cómo escindir de él un fragmento, un párrafo, una frase, una sola palabra. Cómo sacar una gota de agua de un río y pretender que esa gota represente el río. Cómo contar un río. Pero hay gotas que esconden un mundo y, así, en el fragmento anterior se concentran muchas de las cosas de las que os quiero hablar.

El corazón de las tinieblas - Joseph ConradPienso en Clarice Lispector, en su La pasión según G. H. y en ese desierto que, en tramos de su mano, en tramos solitaria y perdida, atravesé en esa lectura. Pienso en la feliz coincidencia que es que Joseph Conrad comparara el tránsito por el río que es esta otra lectura con un desierto. Y es que ambos hablan de lo mismo en sus respectivos libros, aunque, en ocasiones, he pensado que, en realidad, están exponiendo lo contrario o que, más bien, instan a recorrer el mismo río en sentidos opuestos. Lo que no sé, por tanto, (pues nunca he sabido ni nunca sabré ni quiero llegar a saber y si alguna vez llego a saberlo lo volvería a desaprender para aprender la próxima vez lo contrario y así una y otra vez) es si dicho río ha de fluir hacia la cima de la montaña o hacia el mar, si nos produce más fascinación y repelús la una que el otro, si debemos huir en una dirección para mantenernos a salvo (¿de nosotros mismos?) o aventurarnos hacia la otra para realmente ser.

Lo que al menos tengo claro es que leer tanto La pasión según G. H. como El corazón de las tinieblas es remontar ese río para volver a los inicios. Es deshumanizarse (como si los primeros humanos no hubiesen sido ya humanos). Es renunciar a la civilización (como si las antiguas civilizaciones no hubiesen sido ya civilizaciones). Es volver a nuestro estado salvaje (como si no hubiese salvajismo en nuestras sociedades actuales aunque se disfrace de otras cosas). Nos apropiamos de todo. Creo que es algo que no podemos evitar.

«La tierra no parecía la tierra. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la imagen encadenada de un monstruo conquistado, pero allí... allí podía vérsela como algo monstruoso y libre. Era algo no terrenal y los hombres eran... No, no se podía decir inhumanos. Era algo peor, sabéis, esa sospecha de que no fueran inhumanos. La idea surgía lentamente en uno. Aullaban, saltaban, se colgaban de las lianas, hacían muecas horribles, pero lo que en verdad producía estremecimiento era la idea de su humanidad igual que la de uno, la idea del remoto parentesco con aquellos seres salvajes, apasionados y tumultuosos. Feo, ¿no? Sí, era algo bastante feo. Pero si uno era lo suficientemente hombre, debía admitir precisamente en su interior una débil traza de respuesta a la terrible franqueza de aquel estruendo, una tibia sospecha de que aquello tenía un sentido en el que uno (uno, tan distante de la noche de los primeros tiempos) podía participar. ¿Por qué no? La mente del hombre es capaz de todo, porque todo está en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí, después de todo? Alegría, miedo, tristeza, devoción, valor, cólera... ¿Quién podía saberlo? Pero había una verdad, una verdad desnuda de la capa del tiempo. Dejemos que los estúpidos tiemblen y se estremezcan... El que es hombre sabe y puede mirar aquello sin pestañear, pero tiene que ser, por lo menos, tan hombre como los que había en la orilla. Debe confrontar esa verdad propia y verdadera esencia... con su propia fuerza innata. Los principios no bastan. Adquisiciones, vestidos, bonitos harapos... harapos que volarían a la primera sacudida. No, lo que se requiere es una creencia deliberada. ¿Hay allí algo que me llama en esa multitud demoniaca? Muy bien, la oigo, lo admito, pero también tengo una voz y para bien o para mal no puede silenciarla. Por supuesto, un necio con puro miedo y finos sentimientos está siempre a salvo. ¿Quién protesta? ¿Os preguntáis si también bajé a la orilla para aullar y danzar? Pues no, no lo hice. ¿Nobles sentimientos, diréis? ¡Al diablo con los nobles sentimientos! No tenía tiempo para ellos. Tenía que mezclar albayalde con tiras de mantas de lana para tapar los agujeros por donde entraba el agua. Tenía que estar al tanto del gobierno del barco, evitar troncos y hacer que marchara aquella caja de hojalata por las buenas o por las malas. Esas cosas poseen la suficiente verdad superficial como para salvar a un hombre sabio».

Vaya, lo he vuelto a hacer. Otra vez la escisión, la amputación. Otra vez el intento de sacar agua del río. El río es agua pero el agua por sí sola no es río. Y esto es un relato que se cuenta a sí mismo. Algo así se nos dice en el mismo. Imposible, pues, tratar de contarlo. Os prometo que ya no trataré de crear más afluentes a partir de una gota. No más esquejes. Bueno, tal vez alguna que otra salpicadura; sé que no me resistiré. En todo caso, ningún otro fragmento tan largo como los anteriores.

En ambas gotas de agua contenedoras de palabras con las que he pretendido sumergiros en esta lectura lo que parece salvar a su narrador de levar anclas e incursionarse en las profundidades de esa selva que baña el río son las obligaciones inherentes a su trabajo, un trabajo que, como ya os habréis imaginado, no es otro que el de marino.

El corazón de las tinieblas - Joseph Conrad

Barco de vapor en las orillas del alto Congo. Imagen en dominio público de Henry Morton Stanley extraída
de su libro The Congo and the founding of its free state; a story of work and exploration (1885)
Fuente: The Congo and the founding of its free state; a story of work and exploration (1885)


Marino fue también Joseph Conrad y esa experiencia ha quedado bien manifestada en su obra. Marlow es el narrador de parte de la misma, sin embargo, en esta en concreto que nos ocupa además de ser quien cuenta la historia es también parte de la misma.

Esto que os acabo de contar lo sé porque lo he leído, pues, en realidad, El corazón de las tinieblas ha sido mi estreno con el autor polaco nacionalizado inglés. Eso sí, ha sido un estreno de esos de cómo he podido vivir hasta ahora sin leer a Conrad. Soy consciente, no obstante, de que una llega a ciertos libros cuando tiene que llegar, de que ciertos autores vienen a una cuando han de venir y de que hay ríos en los que mejor no meterse hasta que una no esté preparada para abandonarse al naufragio. Así, pues, está bien haber vivido hasta ahora sin haber leído a Conrad pero, a partir de ahora, ya vivo con Conrad y su río vive en mí.

Y cómo escribía ese hombre; a veces pienso que ya no se escribe así. Y qué manera de contar, de envolver, de llevar, de dejarme hipnotizada en el mismo sitio. No tengo muy claro si El corazón de las tinieblas es relato o es novela. Lo he visto calificado tanto de novela corta como de relato. Es cierto que como relato es demasiado extenso pero debe de haber algo más allá de la extensión que distinga uno de otra. En todo caso, a mí esta lectura me ha sabido a cuento: por esa atmósfera, por ese toque de misterio, por ese puntito de narración oral que parece acunar los sueños o alimentar las peores pesadillas. El propio Marlow llega a interrumpir en una ocasión su narración de la siguiente manera: «¿Lo veis? ¿Veis la historia? ¿Veis algo? Me parece que estoy tratando de contar un sueño... que estoy haciendo un vano esfuerzo, porque el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que produce esa mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en un rumor de revuelta y rechazo, esa noción de ser capturados por lo increíble que es la misma esencia de los sueños. No, es imposible; es imposible comunicar la sensación de vida de una época determinada de la propia existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, su sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos... solos».

Sí, sí. Dejo ya al marino Conrad y retomo al marino Marlow. Aunque tal vez ambos sean gotas del mismo río y, por tanto, indisolubles uno del otro. Aun así, aparco al autor y continúo con el personaje.

«De entre nosotros, era el único que aún «seguía el mar». Lo peor que de él podía decirse era que no representaba a su clase. Era un marino, pero también un vagabundo, mientras que la mayoría de los marinos llevan, por así decirlo, una vida sedentaria. Sus espíritus permanecen en casa y puede decirse que su hogar -el barco- va siempre con ellos; así como su país, el mar. [...], los relatos de los marinos tienen una franca sencillez: toda su significación puede encerrarse dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no era un típico hombre de mar (si se exceptúa su afición a relatar historias), y, para él, la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo la anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz, a semejanza de unos de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna».

Ciertamente, la importancia de este relato que nos cuenta Marlow no está dentro de la nuez sino afuera. La anécdota en este caso es que esta es una historia con sabor a novela de aventuras. Lo que circunda alrededor es que la verdadera aventura pugna dentro de nosotros. Y ya no recuerdo si hay luna, pero casi juraría que hay un halo neblinoso cuando nuestro marino comienza a relatar su historia. Y digo casi porque de jurar probablemente lo haría en falso. Lo único que puedo asegurar es que Marlow relata su historia a sus compañeros desde una embarcación detenida en el Támesis. Es fácil, pues, que el río londinense haya traído la niebla a mi imaginación. Demasiadas historias nebulosas sobre esa ubicación en la imaginería popular. Las historias, al fin y al cabo, son como los ríos y van todas a parar al mar, a ese mar que me regala niebla de otras historias. Supongo que será por eso por lo que Marlow aún sigue el mar, porque sabe que es fuente inagotable de historias, que las trae, las lleva, las mezcla y crea otras nuevas con sabor añejo. Respecto a mí, me sería fácil ir al inicio de este libro y comprobar si, efectivamente, había un techo de niebla sobre el Támesis en el momento en el que Marlow inicia su relato. No lo haré, sin embargo. No quiero nuevas tentaciones para ponerme otra vez a achicar agua. No si quiero que está reseña no comience a hacer agua por todos lados y no consiga llegar con ella a ninguna parte.

El corazón de las tinieblas - Joseph Conrad

Víctima de las atrocidades del Congo. En las plantaciones de caucho del Estado Libre del Congo,
propiedades de rey Leopoldo II de bélgica, las mutilaciones de manos eran castigos habituales.
Fotografía en dominio público de autor desconocido.
Fuente:http://digitallibrary.usc.edu/cdm/ref/collection/p15799coll123/id/78038


Desde la quietud de ese río londinense nos lleva Marlow a través de otro río por el que viajó en un momento pasado. De los ríos quietos no debemos fiarnos, sin embargo. La quietud es falsa ilusión, espejismo, premonición de lo que está por venir y de lo que ya está aquí pero tratamos de ignorar. Pero dejemos ese río quieto que orilla esa ciudad no sabemos si envuelta o no en niebla y trasladémonos a aquel otro que penetra en la selva. Desde que Marlow lo viera en un mapa sintió fascinación por él. Su sinuoso caudal se le antojó serpiente y tal pareciera que, efectivamente, el río se comportara como un ofidio que hubiera inoculado su veneno en nuestro narrador. La fascinación y el emponzoñamiento es tal que Marlow se encuentra poco después en una oficina de una compañía belga para, poco más tarde, a las órdenes de la misma, comandar una embarcación fluvial sobre aguas congoleñas. Sí, son tiempos de colonización y esta historia no está exenta de crítica hacia la misma, algo que tal vez ahora no nos sorprenda pero que, en los años en los que fue escrita, no debía de ser muy habitual.
«No eran colonizadores; su administración equivalía a una pura opresión y nada más, imagino. Eran conquistadores, y eso lo único que requiere es fuerza bruta, nada de lo que pueda uno vanagloriarse cuando se posee, ya que la fuerza no es sino una casualidad nacida de la debilidad de los otros. Se apoderaban de todo lo que podían. Aquello era verdadero robo con violencia, asesinato con agravantes a gran escala, y los hombres hacían aquello ciegamente, como es natural entre quienes se debaten en la oscuridad. La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente más chatas a las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con atención».

No, para Marlow no es nada agradable la experiencia de ese viaje por el río hacia el corazón de las tinieblas de la jungla. Sin embargo, una vez que comienza su aventura, pareciera encontrarse bajo el influjo de un nuevo veneno. Y es que desde que ha escuchado hablar de Kurtz no puede quitárselo de la cabeza.

Kurtz es jefe de una explotación de marfil. Es un trabajador bien valorado que ha conseguido numerosos logros. Es quien más marfil obtiene para la compañía. Es también un hombre del que alguien le dirá más tarde a Marlow que «hubiera podido ser un espléndido dirigente de cualquier partido extremista». De hecho, su comportamiento se ha ido volviendo errático, extraño, impredecible, peligroso, incontrolable. De un tiempo a esta parte, pareciera estar por encima del bien y del mal (o más bien por encima del bien y abrazando el mal (teniendo en cuenta, claro está, que bien y mal no dejan de ser conceptos culturales y morales)). No he podido evitar preguntarme si lo que a la compañía explotadora le molesta más son los métodos que utiliza Kurtz o el hecho de que este escape a su control. El caso es que Marlow cada vez siente una mayor atracción hacia Kurtz. No ve la hora de encontrarse con él, de conocerle, verle, hablarle, o más bien de escucharle porque «con ese hombre no se habla, se le escucha». Es significativo, pues, que sea Marlow, precisamente, el depositario de las últimas palabras de ese jefe de la explotación. Es una suerte (no sabemos si buena o mala), también, que su cometido sea justamente ir a su encuentro. Para ir en búsqueda de la verdad hay que tener un gran valor (o caer en un estado de estupidez). Para saber qué hacer con esa verdad no sé muy bien lo que hay que tener (de ahí la estupidez de buscarla). Se haga lo que se haga (incluso si no se hace nada que ya es hacer algo) uno siempre se la tiene que quedar ya para sí.

No puedo finalizar esta entrada, aunque no sea objeto de la misma, sin destacar la magnífica idea de Francis Ford Coppola de concebir en Apocalypse Now, película basada en este relato de Joseph Conrad y que he aprovechado para ver después de esta lectura, la jungla que es una guerra como el corazón de las tinieblas ni sin rescatar esa frase de la película que dice algo así como que juzgar es lo que nos derrota.

Derrotada es, precisamente, como me siento ante la ingente tarea que es contaros esta historia. El fracaso, por otra parte, era conocido de antemano y así os lo he anunciado. ¿Recordáis? Cómo contar un río.

¿Cómo contar un río? meteos en él y el río se contará a sí mismo. Yo me he metido. No estoy empapada, sin embargo, sino impregnada. No he avanzado por ese río; ya os lo había advertido: cuidado con la quietud. Los marinos os lo han dicho también: la historia no esta dentro de la cáscara de nuez, la historia está envolviendo la nuez. El agua no está en el río, el agua está fuera del río. Vapor de agua en el ambiente, humedad, opresión. Mosquitos molestos que picotean y chupan la sangre. Susurros que proceden de la maleza y exuberancia de la selva. La niebla que envuelve y ciega (y aquí sí puedo jurar que en un momento de esta novela hay niebla y es congoleña). Todo ello me sume en un estado en el que parece que salgo de mí, en el que uno sale de uno y sin embargo es más que nunca uno. Es una quietud hipnótica, pegajosa, en la que las palabras de Joseph Conrad me envuelven y me llevan por su río sin moverme del sitio. Porque la historia corre dentro de mí. Porque la historia de Kurtz acontece dentro de Marlow. Tal vez los que ya hayáis disfrutado de esta joyita de clásico entendáis lo que os quiero decir. O tal vez no, pues cada uno habréis hecho vuestra propia lectura y remontado vuestro propio río. Los que no la hayáis leído, pensaréis que estoy siendo víctima de alguna alucinación provocada tal vez por algún veneno parecido a aquel que la serpiente-río, primero, y la conciencia de la existencia de Kurtz, después, inoculara en Marlow. No me entenderéis. Tenéis, pues, que dejaros contar la historia. Tenéis que remontar ese río y volver al inicio. Llegar con Marlow hasta esa dicotomía de si seguir hasta el final, si internaros en el corazón de la jungla y sus tinieblas, o si regresar. Si no lo hacéis, no podréis comprenderme. Si no lo leéis, nunca nunca lo entenderéis. Sería como tratar de contaros un sueño. Y cómo contar un sueño...

«Nunca lo entenderéis. ¿Cómo podríais entenderlo, teniendo como tenéis los pies sobre un pavimento sólido, rodeados de vecinos amables siempre dispuestos a agasajaros o auxiliaros, caminando delicadamente entre el carnicero y el policía, viviendo bajo el santo terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema donde no existe policía, el camino del silencio, el silencio extremo donde jamás se oye la advertencia de un vecino generoso que se hace eco de la opinión pública? Estas pequeñas cosas pueden constituir una enorme diferencia. Cuando no existen, se ve uno obligado a recurrir a su propia fuerza innata, a su propia integridad. Por supuesto, puede uno ser demasiado estúpido para desviarse... demasiado obtuso para comprender que lo han asaltado los poderes de las tinieblas».

El corazón de las tinieblas - Joseph Conrad

Bosque pantanoso cerca de Medje, Ituri (República Democrática del Congo)
Imagen de la página 339 de The American Museum journal (c1900-[1918])
Fuente: Internet Archive Books Images
Imagen sin restricciones de autor conocidas


Ficha del libro:Título: El corazón de las tinieblasAutor: Joseph ConradIlustrador: Enrique BrecciaProloguista y traductor: Sergio PitolEditorial: Libros del Zorro RojoAño de publicación: 2020Nº de páginas: 148ISBN: 978-84-120788-6-2Comienza a leer aquí
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