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El corazón es un cazador solitario - Carson McCullers

Publicado el 30 noviembre 2017 por Rusta @RustaDevoradora

El corazón es un cazador solitario - Carson McCullers

Seix Barral, 2017 (trad. Rosa María Bassols, pról. Elvira Lindo)

Aquel tipo era decididamente extraño. La gente se encontraba mirándolo atentamente aun antes de saber que había algo diferente en él. Sus ojos le hacían pensar a uno que era capaz de oír y saber cosas que nadie había podido oír o imaginar con anterioridad. No parecía del todo humano.

Impresionante. No es exagerado definir así El corazón es un cazador solitario (1940), la primera novela -y probablemente la más conocida- de Carson McCullers (Georgia, 1917 - Nueva York, 1967), que se convirtió enseguida en un referente de la narrativa sureña del siglo XX. Impresionante, porque además de buena, muy buena, la publicó a los veintitrés años. Un debut de casi cuatrocientas páginas, con al menos cinco personajes notables, un argumento bien armado y un trasfondo social. Todo calculado al milímetro y, no obstante, rebosante de frescura. Nunca ha sido fácil dar con una primera novela de esta ambición, ni antes ni ahora; aun así, vista desde la actualidad, en un momento en el que primera obra parece sinónimo de autoficción breve, todavía asombran más el tesón, la imaginación y la madurez de esta escritora. Claro que McCullers no fue una joven corriente: marcada por la enfermedad desde la infancia, las épocas de reclusión obligada la hicieron crecer deprisa y potenciaron su empatía para con los marginados, los tullidos, los forasteros, los grandes solitarios. Ella misma lo era, y de ellos habla, de forma directa o indirecta, en todos sus libros.

En una ciudad sureña, a finales de los años treinta, mientras del otro lado del océano llegan noticias de Hitler y Mussolini, cuatro personajes, todos desdichados a su manera, se abren con un quinto, el educado señor Singer, que tiene la particularidad de ser mudo (ironía en el nombre: singer, cantante). Ante el silencio de este, piensan que Singer es la única persona que los entiende; cada uno atribuye una identidad distinta a Singer, lo engrandece, lo moldea a su gusto ("Cada uno describía al mudo tal como deseaba que fuera.", p. 243). Singer, por su parte, solo sonríe paciente. McCullers sugiere una situación tan inteligente como perversa: Singer se convierte en el interlocutor ideal porque no habla, porque no lleva la contraria, porque escucha al otro con total generosidad, sin contarle a su vez sus problemas ("Resultaba extraño querer hablar con un sordomudo. Pero se sentía solo.", p. 80). Es un muro con expresión de hombre amable y servicial. Los demás ven en él al confidente perfecto; pueden vaciarse, desahogarse, pueden compartir sus intimidades con la tranquilidad de no ser juzgados. Como hablar con uno mismo... O no del todo, porque expresar en voz alta el malestar tiene a veces un efecto terapéutico. Aunque nadie en esta novela tiene un final feliz.

La paradoja del planteamiento reside en la figura de Singer, un personaje más simbólico que realista, puesto que, más que por sí mismo, interesa por la reacción que suscita en el resto (la narración utiliza un punto de vista externo, como de observador, en los fragmentos sobre él, a diferencia de la hondura psicológica de los otros cuatro). Singer, a pesar de su aspecto calmado, está tan atormentado o más que los otros: echa de menos a otro mudo, Antonapoulos, que ingresa en el psiquiátrico al principio de la novela. Singer no se repone de la pérdida, y repite el mismo patrón que los demás: ve en su amigo Antonapoulos la única persona que lo comprende ("No sirvo para estar solo y sin alguien como tú, que comprende.", p. 236). Solo que Antonapoulos y él representan (de nuevo) una relación descompensada. En el fondo, Singer pertenece a la misma estirpe que quienes acuden a él: solitarios incapaces de lidiar con su vida que tienen que recurrir a la idealización del otro para tratar de digerir sus asuntos, para tener fe, para no perder el equilibrio. Como quien idealiza a su amor y cree vivir en un cuento de hadas, estos personajes inventan a un amigo, un compañero, alguien que se preocupa por ellos, que no se cansa de escucharlos. La fragilidad humana es tal que necesita recurrir a la imaginación para mantener la cordura. Y la esperanza.

Los cuatro personajes que giran en la órbita de Singer conforman, además, un espléndido retrato social de ese sur embrutecido ("Todos ellos son personas muy ocupadas. [...] No me refiero a que estén en su trabajo día y noche, sino a que tienen siempre tantas cosas en su cabeza que no les dejan descansar.", p. 234). En primer lugar, Mick Kelly, una adolescente que sueña con tocar el piano y lograr grandes hazañas. Mick, un personaje muy importante, tiene mucho de la propia McCullers: hija de un relojero, alta y desgarbada, pelo corto y aspecto de muchacho; está en esa edad en la que la feminidad aún no se ha definido. Su nombre juega con la ambigüedad de género, como el de la autora, y es una predecesora clara de la protagonista deFrankie y la boda (1946). El desamparo de Mick se debe a su edad y condición: vive su coming-of-age, una época de grandes transformaciones, entre los sueños inalcanzables y la cruda realidad de su familia empobrecida. No falta algo así como el (sutilísimo) primer amor, aunque en McCullers todo está empañado de un aire de tosquedad, con cero sentimentalismos. El desenlace de Mick, un personaje que despierta afecto, resulta desalentador; un reflejo de lo que significa hacerse adulto: asumir las responsabilidades, bajar de la nube, renunciar. Aceptar que es, y será, como los demás.

En segundo lugar, el doctor Copeland también busca la compañía del mudo: un médico negro de mediana edad, una rara avis en un contexto de segregación racial en el que los de su etnia tienes pocas oportunidades. En sus memorias, Iluminación y fulgor nocturno, McCullers desvela cómo de niña tomó conciencia de la discriminación y la precariedad que padecían los negros en su entorno. Esta preocupación se plasma en sus novelas, en concreto en esta y en la última que escribió, Reloj sin manecillas (1961). El doctor Copeland se encuentra en una posición tan privilegiada como incómoda, como entre dos mundos: la población negra lo venera por haber llegado lejos, pero, a la vez, su profesión se ve limitada a este ámbito (un médico negro no podía atender a los pacientes blancos) y vive escenas de racismo que alimentan su resentimiento. Sufre por sus hijos, por las desigualdades y los abusos. Su formación choca con una sociedad descorazonadora; sus lecturas (atención a los nombres de los hijos; la autora no da puntada sin hilo) no le sirven para luchar contra las injusticias.

Completan el cuarteto Biff Brannon, dueño del café (el local como punto de encuentro, al igual que en La balada del café triste, 1943), y Jake Blount un forastero que llega a la ciudad y comienza a trabajar en el parque de atracciones. El primero se distingue porque guarda silencio cuando está con Singer; un tipo taciturno, resignado a su suerte, que desde la barra se dedica a observar a los vecinos (y quizá por eso no necesita hablar; ya está acostumbrado a ser el oyente). Blount, en cambio, parlotea, sobre todo cuando bebe; el alcoholismo, tan extendido por aquel entonces, se plasma en él. Tiene un perfil de desarraigado, vaga por el país sin encontrar su sitio, y manifiesta su incapacidad para adaptarse en forma de una fuerte politización. Si el doctor Copeland hace discursos sobre la diferencia de clases, Blount hace lo propio con el comunismo y otros debates de su tiempo. A propósito, uno de los pocos defectos que se le pueden señalar a la novela es el exceso de discurso político en la segunda mitad; demasiada disertación encendida (en esto se le nota la juventud). Eso no quita, por supuesto, que los personajes están perfectamente construidos, ellos y lo que representan. En la historia funciona todo: protagonistas, trama, estructura, temas, estilo y tensión narrativa.

McCullers pensaba titularla El mudo (hay un librito con el esbozo y varios ensayos, " El mudo" y otros textos), pero su editor tuvo la brillante idea de rebautizarla con ese evocador, e idóneo, El corazón es un cazador solitario (para que luego se critiquen las sugerencias de los editores). Sí, todos los protagonistas son cazadores solitarios, aunque tardan en descubrirlo. En su evolución, asimilan un mensaje acerca de la importancia de salvarse por sí mismos, de mantenerse en pie. Solo los que comprenden la soledad inherente a la existencia humana salen adelante; los que no pueden, se rinden. Porque, por mucho que se apeguen a otro, ese otro nunca será como quieren que sea; quizá esta revelación dolorosa sea su educación sentimental. Y, como siempre que se trata de esta autora, la violencia ocupa un lugar fundamental en este camino: hay episodios crueles, que marcan a los personajes, que hacen madurar a los jóvenes y cambiar de rumbo a los adultos. Ese sur sucio, impetuoso y feroz, que en la voz de McCullers, en su habilidad para narrar como los grandes novelistas clásicos (con su diálogo, su amplio repertorio, su perspicacia psicológica, su toque de humor), envuelve como lo que es: un universo literario esplendoroso. McCullers no necesitó abarcar grandes espacios para expresar en su obra el profundo desasosiego del ser humano: le bastó con un pueblo sureño.

Cita inicial en cursiva de la página 39.


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