10 de Enero de 2020. Tras 16 días de niebla.
Revista Creaciones
Guardamos recuerdo siempre de las primeras veces. Como si estuviéramos seguros de que no volverán a suceder, por si acaso. Atesoramos ese momento, sea punzada en el estómago o piel de gallina de emoción. Recuerdo la primera vez que padecí por otro, que sentí que temblaba porque alguien a quien quería sufría. Tras un accidente doméstico el salón quedó inundado de sangre y mis padres se llevaron a mi hermano, dejándome sola en casa. Auxiliaron al herido y quedé allí, entre gritos, nervios y corre-vuelas. Cerraron la puerta y descubrí lo que era la angustia de la espera, la incertidumbre del silencio.Annie Ernaux escribe en El uso de la foto: “El horror en el otro extremo de nuestro amor, como si el mundo exterior, siempre, debiera situarse ahí: detrás de la ventana de la cocina.” Certificando que tras la cotidianidad, tras la tranquilidad de la rutina, tras la cortina; puede aparecer el dolor más tremendo sobre aquellos que amamos. Que nada de lo que hagamos, digamos o deseemos puede calmar el desconsuelo, que no es nuestro, y que la luz podrá, o no, seguir entrando por la ventana de la cocina. Eso también se aprende, que todo transcurre sin que podamos cambiar el rumbo de esa luz. Con los años fortalecemos una coraza que nos cubre y no deja al descubierto nuestro ser vulnerable, como si camináramos constantemente bajo la capa de invisibilidad de Harry Potter. Pero no estamos en Hogwarts. No tenemos la varita para alejar las maldiciones, ni para engañar al tormento. Leía estos días a Anne Carson y asentía cuando afirma que la vida son riesgos, que vivir implica proteger el corazón herido. Corazón coraza. “Después de todo el corazón no es una piedra pequeña que pueda rodar de esta manera y aquella. La mente no es una caja que pueda cerrarse rápido. ¡Y aun así lo es! ¡Lo es! Bien la vida implica riesgos. El amor es uno de ellos. Terribles riesgos.” Cuánta razón en La belleza del marido, cómo duele ese dolor de los demás. Cómo duele el amor. Cómo inquieta reconocer que no disponemos del remedio para curar ese daño que no lleva nuestro nombre. La mente no es una caja que pueda cerrarse rápido. Toda la preocupación sigue reproduciéndose en esa cabeza pensante nuestra. Parece que no pare el motor y sin darnos cuenta engrandamos el suplicio aunque ni así consigamos salvar al que sufre. Porque Leila Guerriero ya lo dijo en "Rota", que la gente no salva a la gente. Aunque nos esforcemos, aunque luchemos, aunque amemos, la gente debe salvarse sola. Asentimos estar mejor, estar bien, pero no es verdad. Y esa mentira nos hace sentir un monstruo, un animal, un ser lleno de secretos y de pájaros oscuros. Porque no es verdad. Y es entonces cuando nos decimos si el otro sabe que debe salvarse solo.