Revista Cultura y Ocio
Me dio gusto encontrarme, a finales del año recién pasado, mientras examinaba sin demasiada esperanza las mesas y los estantes de una librería de la ciudad, un ejemplar de El corneta, la primera novela de Roberto Castillo, editada por Alfaguara. Había leído esa novela breve en mis años de colegio, cuando a un profesor de Español (que no era el mío) se le ocurrió ponerlo como lectura obligatoria a sus alumnos, alguno de los cuales (un güevón irremediable amigo mío) acabó prestándomela, en una versión fotocopiada y borrosa, para que yo la leyera y le informara luego acerca de “sus aspectos más importantes”. La novelita me gustó, lo recuerdo bien, sobre todo porque me permitió compararla con las tediosas Blanca Olmedo y Angelina, las otras dos lecturas obligatorias en el colegio, y deducir que no toda la literatura hondureña era romántica, lacrimógena o aburrida. Así, más o menos, se lo dije, de entrada, a mi amigo, antes de resumirle el argumento, que era lo único que a él le interesaba para afectos de obtener una buena calificación en el control de lectura que le aplicaría el profesor, lo que finalmente logró, sin necesidad de haber leído la novela. Imagínese usted. La vida de Tivo, el personaje principal del texto, podría considerarse la representación más fiel de la vida de la mayoría de los hondureños, quienes afrontan, muchas veces sin entender demasiado las circunstancias de su pobreza y de su exclusión, el reto de sobrevivir en una sociedad llena de desigualdad e injusticia. Quizá sea ésta la razón por la que haya encontrado tantos lectores con el paso de los años, desde su primera edición en 1982. Nunca pude conseguir para mi biblioteca un ejemplar de El corneta, de modo que a mi colección de libros de Roberto Castillo era el único que le faltaba, hasta ese día de finales del año pasado que lo vi en la mesa de novedades de una librería, y para mayor sorpresa, en una elegante edición de Alfaguara. De Roberto Castillo guardo gratos recuerdos, no sólo derivados de la lectura de sus libros sino también de la feliz circunstancia de haber intercambiado, en los meses previos a su temprana muerte, algunos correos electrónicos. En uno de ellos me anunció un día que me había enviado a España (en donde entonces yo vivía) su último libro de ensayos, Del siglo que se fue, en agradecimiento, decía, a una reseña que yo había escrito sobre su novela La guerra mortal de los sentidos, la mejor novela hondureña que he leído hasta ahora. Como seguramente sabrán los lectores de su obra, Castillo falleció en enero de 2008 a la edad de 57 años, dejando, según se dice, una gran cantidad de textos inéditos que, al parecer, sus herederos tienen la intención de publicar. Han pasado cinco años desde su muerte y ninguno de esos textos inéditos ha visto la luz, apenas esa nueva edición de El corneta en Alfaguara que, aunque de manera póstuma, le hace algo de justicia a ese grandísimo narrador hondureño. Mereció mejor suerte Castillo como escritor. Su obra narrativa debió haber salido de nuestras fronteras hace mucho tiempo, en español o traducida a otras lenguas, pero no es sino hasta ahora que esa posibilidad se vislumbra en el horizonte, pero es importante reafirmar que Castillo es uno de nuestros escritores emblemáticos y que obras como El corneta o La guerra mortal de los sentidos constituyen una parte invaluable del legado que ha dejado a las nuevas generaciones, sin que éstas, aparentemente, se hayan enterado todavía. Compartir