Aunque los aplausos que recibe esa escuela de la obviedad, del subrayado, del énfasis –para mí, mortalmente aburrida– de muchos de los productos culturales que consumimos son casi unánimes, la verdad es que las ideas no se vuelven más fuertes porque las grites (al revés), que la exageración empobrece y que solo con rigor y sobriedad se puede hacer justicia a lo monstruoso, así que el último hit de Netflix –un k-drama cuyo endeudado protagonista, que en un episodio recuerda choques con matones y policías y a un compañero violentamente asesinado, ha sido despedido hace diez años de una empresa automotriz– lo utilizaré para hablar de algo mucho más importante y, sobre todo, mucho más siniestro: la gran huelga de Ssangyong, ese caso real de la reciente historia surcoreana al cual, como se han encargado ya de señalar tantos periodistas, la empresa automotriz, las deudas, el despido del personaje principal de la exitosa serie mencionada claramente aluden. Un caso cuya larga y venenosa sombra oscurece el presente.Por Montserrat Álvarez para el periódico ABC de Paraguay
Cuando la empresa automotriz Ssangyong Motors despidió al 43 por ciento de sus obreros (2646 personas) en el 2009, 976 trabajadores entraron en huelga y tomaron la planta de la empresa en Pyeongtaek, toma que mantuvieron desde el 22 de mayo hasta el 5 de agosto. En esos 77 días, se les cortó el agua, sufrieron asaltos y golpizas de fuerzas antidisturbios, se bloqueó todo intento de acercarles alimentos o medicinas, se les negó atención médica, la policía rompió las botellas de agua que parientes o amigos intentaron llevarles, tuvieron que recoger agua de lluvia para beber e improvisar sanitarios con barriles cuando los baños colapsaron, la empresa obligó a los que no estaban en la lista de despedidos a participar de protestas contra la huelga si no querían perder su empleo y contrató helicópteros para lanzar gas lacrimógeno desde arriba a los obreros que intentaban defender la toma en los techos, que así vivieron entre el rugido de las hélices y la burla de los parlantes con música bailable cuando lloraban alguna muerte. Finalmente, la empresa envió dos mil guardias de seguridad privados a entrar por asalto y golpear a mansalva, tras lo cual la policía irrumpió con sus balas de goma, sus pistolas táser, sus gases lacrimógenos, sus cachiporras, y de la pesadilla que se desató dentro de la planta de Pyeongtaek algunas chocantes imágenes, ya olvidadas, sacudieron por unos días las páginas de la prensa mundial.
Luego vinieron las negociaciones. Entre las condiciones para terminar la huelga, la empresa prometió que en un año volvería a contratar a cientos de despedidos. Hoy, en el 2021, sigue sin cumplir su palabra. Ninguno de los obreros despedidos recuperó su empleo. La mayoría, con el antecedente de la huelga, no pudo volver a encontrar trabajo en ningún otro lugar.
Ssangyong y la policía local demandaron a los huelguistas por daños. El tribunal dictaminó que los despidos eran legales y que protestar contra ellos con huelgas era ilegal. Por ende, los huelguistas eran responsables de todos los daños económicos causados a Ssangyong y le debían 7600 millones de wones (6,6 millones de dólares) con 20 por ciento más al año por demora. La policía demandó a los obreros por daños a un helicóptero durante la represión y el tribunal les ordenó pagar otros 1,17 mil millones de wones (2,16 millones de dólares), más intereses. Sumas que no tenían y nunca tendrán. La solicitud de incautación de salarios y bienes como parte de la demanda de indemnización de la empresa contra los trabajadores fue aprobada. Les quitaron hasta sus fondos de jubilación, e incluso sus casas, si las tenían, y todo eso le fue entregado a la empresa y la policía.
Aunque durante la huelga la empresa les cortó el agua y la electricidad, los trabajadores usaron su único generador disponible, no para mitigar el terrible calor del húmedo verano surcoreano en su sofocante encierro, sino para impedir que la pintura y otros materiales se secaran, ya que eso pararía la producción al menos un mes. Pero nunca se los consideró en los juicios como productores de bienes o riqueza. El proceso los dejó solos en una sociedad fundada en la propiedad privada, pues sobre tal fundamento las ganancias de la empresa están por lógica antes que los derechos de los trabajadores, no solo para las empresas sino para el Estado y el orden jurídico. Los despedidos en promedio tenían cuarenta años y llevaban de 15 a 20 en la fábrica: su trabajo ya no era solo un horario y un salario sino parte de sus relaciones y su vida, pero en una sociedad organizada para defender la propiedad privada subordinando la persona a los beneficios de la empresa eso puede desaparecer en un segundo. Como desaparece con estos fallos de la Justicia, que no son solo sanciones económicas sino que crean parias porque la propiedad privada que funda la ley funda también un imaginario de la democracia como relación entre individuos que omite factores que expulsan de la legalidad: si el despedido no puede impugnar legalmente su despido, esa puede ser una condena a muerte. El capital se vuelve diabólico en función de esa lógica secreta que separa a los sobrevivientes de los condenados. Trece personas, trabajadores despedidos de Ssangyong y también algunos de sus familiares –sus cónyuges, sobre todo–, se suicidaron entre el 2009 y el 2011, y diecisiete más entre el 2011 y el 2018. A los sobrevivientes, a los que conservaron su empleo, el terror al despido los impulsa a trabajar frenéticamente hasta morir –la productividad en la fábrica después de la huelga del 2009 batió récords en la industria automotriz–, obligados a reunirse sin saberlo con los otros, los condenados, los parias. Uno de los obreros despedidos que se han suicidado en estos años le envió horas antes a su esposa un mensaje de texto: «Solo te he dado penas y solo te dejo deudas. Lo siento tanto». Treinta muertos. Suicidios solitarios que en ritmo sordo, constante, sin que nadie lo vea, se van sumando poco a poco como voces aisladas en un terrible, poderoso canto, el coro de los muertos de Ssangyong.