María Vacas Sentís
Que nadie pueda decir que no he intentado diseccionar el placer ritual de seguir atentamente las carreritas bien pagadas de un grupo de hombres persiguiendo un balón por el césped; sumarme infructuosamente al éxtasis colectivo, como si el futuro de este destartalado mundo dependiera de la entrada de una pelota en la portería, de un lado o del otro; como si todos nuestros problemas concluyeran con la victoria deportiva de “los nuestros”. En el fondo una vez más la representación maniquea, tantas veces funesta, del “nosotros” frente a los “otros”.
Andamos huérfanos de referentes y símbolos, una vez caídos los disfraces políticos, hundida la catedral de la fe, desechados los valores y el humanismo, en un mundo de blanda territorialidad y ciudadanos globales, en el que las fronteras se pliegan o despliegan a voluntad, y las calles son un abanico multicultural de rostros y escaparates de consumo. Andamos descreídos ante partidos e instituciones, desmotivados ante las rutinas electorales y la partitocracia tramposa; sin sentirnos parte de una comunidad ciudadana, conscientes de que la soberanía se ha visto desplazada hacia un poder económico difuso, del que los gobiernos son sus meros ejecutores. La identidad nacional ya no actúa como poderoso elemento aglutinador; la identidad colectiva se ha visto agudamente transformada con la globalización.
Lo que no cambia es que seguimos necesitando a los otros para diferenciarnos, para dotarnos de identidad propia, y así reconocernos e identificarnos como grupo. Y los jóvenes de Egipto, Colombia, Cataluña o Canarias visten las mismas camisetas azul-grana con el rostro de Messi fabricadas a destajo en China, porque los clubes son iconos desterritorializados, aunque mantengan un cierto arraigo local no excluyente con sus adeptos. Buscamos otros, y como las fronteras ideológicas y de clase social no disfrutan de patrocinador mediático -algunos hasta pretenden convencernos de su inexistencia-, se nos alienta un tipo de pertenencia mucho más inofensiva que la ideológica mediante la cual elegimos formar parte de una tribu futbolística o de otra, trazando distingos pueriles, con carcasa de nacionalismo apátrida, sobre escudos y patéticas banderolas. Pero sucede que con el fútbol sólo conseguimos ser multitud entusiasta que se aglutina ante el televisor entre gritos provisionales y exaltaciones pseudo-patrióticas para vitorear atávicamente una marca, a veces hasta la violencia, y acto seguido disgregarse, sin alma, sin cohesión real, sin proyecto, ni ilusión comunitaria.
Un mundo de espectáculo y mercantilismo construido sobre la irracionalidad, en el que impera el individualismo de los jugadores-estrella (marcas igual que los clubes) y la lucha de egos. Algunos clubes de fútbol constituyen un poderoso símbolo del éxito, actúan como factor de hermanamiento grupal y son un modelo para niños y jóvenes, reiterado hasta el exceso en todos los medios de comunicación todos los días y a todas horas; un ritual de identificación colectiva televisado, que sustituye la inexcusable asistencia a misa de los domingos de antaño. Y que no es más que el correteo sobre el césped de unos jugadores que visten esos colores en lugar de otros sólo por dinero.
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