Revista Cultura y Ocio

El cortauñas

Por Zogoibi @pabloacalvino
El cortauñasKindle

Cuando, durante mi primera juventud, impulsado por un arrollador anhelo interior (el análisis de cuyo origen dejaré para otra ocasión), más fuerte que cualquier otra ambición o deseo que pudiera concebir, proyectaba meticulosamente lo que habría de ser mi futura vida lejos, muy lejos del mundanal ruido, las sociedades urbanas y -casi también- las humanas; cuando con tesón e inventiva (dignos de encomio y -la verdad sea dicha- también de mejor fin) planificaba cada detalle de una existencia nómada y solitaria en plena naturaleza, como los tramperos de otros tiempos y otras tierras, como algunos aventureros de aquello que se llamó “la frontera” durante la colonización hacia el oeste del continente norteamericano; cuando, en fin, trataba de dar solución a cada una de las posibles cuestiones prácticas (y, de hecho, las resolvía, al menos en su aspecto teórico) que semejante tipo de vida me iba a plantear, había no obstante un detalle que me dio muchos quebraderos de cabeza y me tuvo atribulado durante todos los años (¿cuántos fueron?: ¿tres, cuatro?; es difícil, pasadas las décadas, calcular, sin otra referencia, el tiempo que pudieron ocupar ciertas etapas anteriores en nuestra vida) que mantuve aquel proyecto, aquella ilusión, tal vez fantasía; y dicho obstáculo, problema irresoluble que de hecho lo fue, porque desgraciadamente crecí, maduré y el torrente de la vida me arrolló por sus cauces inapelables hacia destinos muy, muy distintos del que yo había imaginado, pereciendo por el camino, de muerte natural, aquellos planes antes de que yo hubiera podido encontrarle solución, era el siguiente: ¿cómo el cazador-recolector que yo proyectaba ser iba a ingeniárselas para cortarse las uñas cuando tocase?

Veo aparecer una sonrisa burlona en tus labios, lector; pero no te rías, porque la cuestión es de un gran calado ético, práctico y, sobre todo, estético. Todas las demás necesidades del trampero en que me proponía convertirme estaban bien pensadas y resueltas: mis ropas serían de cuero, tejidas con las pieles que yo mismo curtiría de los animales que yo mismo mataría; y a este respecto me había documentado bien sobre las técnicas del curtido, encontrándolas factibles incluso sólo con herramientas y sustancias naturales o artesanales. Mi alimento, huelga decirlo, sería en primer lugar la caza que pudiera procurarme, complementada con las plantas que el campo me proporcionase. Mi arma, por supuesto, sería un rifle de avancarga, el tipo más en consonancia con la vida que yo ideaba, el más “auténtico”, que además ofrecía la ventaja de no precisar dinero para comprar munición, pues podía manufacturarla o procurármela yo mismo: balas de plomo, tacos, un cuerno de pólvora… Se trataba de acercarse en lo posible a la autosuficiencia cinegética. Tampoco despreciaba la idea, también estudiada, de usar arco y flechas, para lo cual me documenté igualmente y lo hallé factible. Mi cama serían lechos de ramas y hojas, ya probados durante alguna noche a la intemperie durante mis juveniles excursiones por el monte, y mi techo serían las estrellas del firmamento, que nada más hermoso dio Dios al hombre cuando lo creó. El fuego para calentarme y cocinar lo encendería con ayuda del eslabón y el pedernal, de modo que ni siquiera cerillas precisaba. Me lavaría en los arroyos y fuentes naturales con jabón artesano como el que hacía mi abuela (y si ella lo hacía, ¿por qué no iba a hacerlo yo?); mi pelo crecería largo y salvaje, lo cual, además de no presentar un problema, ofrecía la ventaja de desquitarme por las frecuentes visitas al peluquero a que me obligaba mi padre; me afeitaría con navaja, una que por aquellos tiempos me había procurado ya; mi territorio de acción sería el monte libre, y necesitaría menos papeles que una liebre: si era posible, en España, esquivando con astucia a guardabosques y gendarmes varios; si no, en Canadá, el país de los vastos territorios y las montañas inexploradas, donde aún había tramperos y, total, uno más no les iba a importar a las autoridades (y honestamente creo que esto, por la época en que yo hacía tan disparatados planes, a diferencia de hoy, aún no era del todo imposible).

Lo tenía todo, como se ve, previsto hasta en los menores detalles; pero, ¡amigo mío!, ¿cómo un hombre que lleva esa vida, que ha decidido volver al siglo diecinueve, hace para cortarse las uñas sin servirse de artificios modernos como el cortauñas o las tijeras? ¿Cómo hacían los antiguos? Por mucho que leí, no conseguí averiguarlo. ¿Cómo solucionaba Lewis Wetzel, el cazador de la frontera, ese aspecto práctico e ineludible de su vida en los bosques? Y un siglo y medio después, ¿cómo lo solucionaba Jeremías Johnson? Es curioso (aunque no deba sorprender en un chaval de aquella edad) que, mientras que la idea de ir dando brincos por Sierra Morena vestido con mocasines, pantalones de cuero, chaleco de flecos y gorro de castor, con un rifle de avancarga al hombro y un cuerno de pólvora a la cintura, no despertaba la menor sospecha en mi sentido común, ya que tal era la imagen que tenía yo de un trampero comme-il-faut, en cambio el sólo pensamiento de tener que añadir un cortauñas a mi equipo, como un citidano cualquiera, me parecía ridículo y, además de constituir una traición a mis principios ecológicos, me causaba un bochorno íntimo inaceptable.

Ya he adelantado más arriba cómo acabó esta historia: a medida que yo fui madurando, el problema fue desvaneciéndose poco a poco hasta que, al asumir finalmente -no sin un hondo e indeleble sentimiento de frustración, cuyas secuelas psicológicas aún arrastro- que jamás llevaría a cabo esos proyectos, desapareció por sí solo sin haber llegado a resolverlo. De hecho -y me avergüenza el confesarlo- ese obstáculo del cortauñas me sirvió durante largo tiempo como excusa para no acometer sin más dilación mi proyecto, pues ninguna otra circunstancia me lo impedía (o, al menos, eso pensaba, creyendo inegnuamente que un chaval puede largarse de su casa un buen día sin que nadie lance a la Guardia Civil tras suyo). No puedo decir que esta argucia mental me engañase durante mucho tiempo, pues no tardó el subconsciente en susurrarme al oído que lo del cortauñas, más que un obstáculo, se había convertido en una disculpa, y que la verdadera razón por la que no me lanzaba sin más demoras a aquella vida ideal era, pura y llanamente, una falta de arrojo y determinación; pero sí que me sirvió de apoyo para, posponiendo siempre, de un modo u otro, el análisis a fondo de la cuestión, mantener a mi sentido crítico adormecido durante el tiempo que fue necesario hasta que otras disculpas mucho más poderosas y realistas tomaron el relevo. Excusas -todo sea dicho- que, no obstante, jamás lograron procurarme la suficiente paz interior, y aún es el día en que me reprocho a mí mismo aquella falta de valor.


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