Revista África
La explosiva convergencia de la crisis alimentaria y financiera de 2008 desencadenó una nueva carrera por la apropiación de tierras africanas, que se mantiene hasta hoy. Las corporaciones de alimentos y los inversionistas privados buscan arrancar su tajada
Nuevamente el incremento del hambre en el mundo está en los titulares de los medios de comunicación. Ante la escalada de los precios de los alimentos en 2008, muchos países, preocupados por garantizar la alimentación de sus poblaciones y ante la imposibilidad de poder lograrlo con sus propias cosechas debido a carencia de suelos y disponibilidad de recursos hídricos, decidieron comprar tierras en otros Estados, principalmente de África. Es una práctica que se incrementa hoy.
Entre las naciones compradoras más citadas por los reportes de prensa se encuentran naciones del Golfo Pérsico como Bahrein, Kuwait, Omán, Qatar, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, los cuales carecen de suelos suficientemente fértiles como para brindarles alimentos a todos sus ciudadanos, y a los que les resulta mucho más barato producir el trigo en algún lugar más allá de sus fronteras, que mantener sistemas de irrigación.
La mayoría de sus productos los importan de Europa, y sus divisas —salvo Kuwait— tienen paridad con el dólar estadounidense, por lo que al dispararse los precios en el mercado mundial simultáneamente con el desplome de la moneda norteamericana, ello implicó que se inflaran a más del doble sus gastos por concepto de importación de alimentos.
Ante eso, muchos de estos Estados se trazaron una estrategia conjunta de producción de alimentos en el exterior. Ofrecieron convenios petroleros a cambio de contratos que les permitieran a sus corporaciones acceder a húmedos y fértiles suelos, para luego llevarse la cosecha a sus países.
A la necesidad de alimentar a su población no escapa China, atenazada por la urgencia de proveer de comida a sus más de 1 300 millones de habitantes. A pesar de disponer del 40 por ciento de los agricultores del mundo, solo tiene el ocho por ciento de las tierras cultivables del globo terráqueo. Sin embargo, se ha encargado de buscar mecanismos diferentes de acceso a la tierra. Para ello, Beijing ha concretado decenas de acuerdos de cooperación agrícola, a través de los cuales brinda asesoramiento, tecnología y fondos a cambio del acceso a tierras fértiles de otras naciones.
Corea del Sur y Japón se encuentran igualmente entre los Estados iniciadores de la ofensiva de compra y arrendamiento de tierra en el extranjero. A pesar de que ambas naciones son muy ricas, no han desarrollado la autosuficiencia en el sector alimentario, y por tanto dependen en gran medida de la importación de productos agrícolas.
En la carrera por tierra son muy largas las zancadas que están dando los blancos racistas sudafricanos. Ante el empuje del Gobierno democrático por acabar con el apartheid, la agroindustria afrikaaner busca establecerse en otros países vecinos como Zambia, República Democrática del Congo, Malawi, Uganda y Mozambique, con total apoyo de los organismos multilaterales de crédito. Hasta el momento, ya estos terratenientes se han asegurado diez millones de hectáreas en la República del Congo, un tercio de la superficie del país.
La mayor preocupación es que el sector privado resulta el actor principal. Y ya sabemos que las transnacionales, enfrascadas en obtener cada vez más ganancias, se han encargado de acaparar alimentos y especular con su aparente escasez, para disparar los precios en el mercado mundial. Por otro lado, no mueve a los consorcios, precisamente, la noble idea de garantizar la cantidad suficiente de productos para contrarrestar los déficits, sino cosechar mucho, mucho dinero… los hambrientos son los que menos les importan.
Fullerías del BM
La compra de tierras fértiles en el extranjero se vuelve muy peligrosa, pues no se trata solamente de una práctica adoptada por Estados que quieren dejar de depender de un mercado despótico: muchas transnacionales se han encargado en los últimos años de acaparar enormes extensiones de suelo fértil.
En este proceso también participan monopolios agroimperialistas que especulan con la alimentación, precisamente muchos de los que han llevado a sufrir la situación actual. Se trata de consorcios-pulpo, como la estadounidense Goldman Sachs o el alemán Deutschbank.
No pocos se encuentran ahora sobrevolando como buitres al África, gracias al empujón que les han dado en los últimos años el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional, los cuales han obligado a las naciones africanas a abrirse al capital extranjero en condiciones muy desfavorables. Ahora, además del petróleo y los minerales, esa inversión foránea busca favorecerse de las tierras cultivables.
Como era de esperar, el BM se encuentra detrás de todas estas transacciones, las que defiende aduciendo que mediante estas a los países del continente les llegará tecnología, infraestructura y mayores ingresos.
Hay manos que no se ven en el trasfondo de esas negociaciones, como las de la Corporación Financiera Internacional (CFI), el brazo comercial del BM, muy importante para las diferentes firmas privadas que están comprando derechos de tierra de cultivo. También se disfraza de benefactora la Agencia Multilateral de Garantía de Inversiones (MIGA, por sus siglas en inglés), la cual proporciona seguros contra riesgos políticos a los proyectos de acaparamiento de tierra.
Según GRAIN, una organización internacional sin fines de lucro que apoya a agricultores y movimientos sociales, en 2010 MIGA ha dispuesto de unos 50 millones de dólares para cubrir las inversiones de 300 millones de dólares de la firma Chayton Capital, para el desarrollo de proyectos en Zambia y Botswana.
Lo peor del caso es que la comida que produzcan no será destinada a las comunidades de los países subdesarrollados, muchos de ellos con gran dependencia de organismos internacionales para alimentar a su población, como es el caso de Sudán, sino que irá directamente a naciones cuyas empresas controlan y explotan los suelos. El mismo modelo exportador que impide un verdadero desarrollo, al tiempo que seguirá maniatando a los países pobres a la importación de productos tan necesarios como el arroz y el trigo, aunque tengan sus campos y almacenes llenos de esos bienes.
Para otras corporaciones, como la británica SilverStreet Capital, ha sido crucial el papel de protección a las inversiones en tierras de cultivo proporcionado por MIGA.
Ejemplo del apoyo que brinda el BM a través de estas dos agencias con fines de lucro fue la inversión de 75 millones de dólares hecha por la CFI en Altima One World Agriculture Fund, un fondo registrado en Islas Caimán, que al decir de uno de sus ejecutivos busca crear la «primera Exxon Mobile del sector agrícola», y para ello pretende incursionar en tierras de cultivo de África Subsahariana, Sudamérica y Europa Central y del Este.
La británica Chayton Atlas Agriculture Company, otra empresa de acciones privadas que hipócritamente dice que busca «alimentar a África» e invierte en el sur de ese continente, también disfrutó de las bondades del BM.
Más pérdidas que ventajas
Hay peligros adicionales: muchos pobladores pobres que encuentran en la tierra un medio de subsistencia, pueden estar ahora en peligro de que se les impida el acceso a esta o que resulten desposeídos de sus propiedades, el agua y otros recursos. Con la irrupción de las transnacionales llega también la utilización intensiva de fertilizantes, pesticidas y herbicidas químicos que degradan los suelos, y el empleo de la tierra para producir biocombustibles, una de las causas que han llevado a la progresiva privatización de los suelos e influyó en los elevados precios de los alimentos, además de los pagos que puedan recibir Gobiernos corruptos por contratos poco transparentes.
Un informe del Instituto Internacional para el Medio Ambiente y el Desarrollo (IIED, por sus siglas en inglés), a petición de la FAO y el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) advirtió que aunque estas operaciones pueden crear muchas oportunidades (salidas comerciales, empleo, inversiones en infraestructura e incremento de la productividad agrícola), también pueden ser muy perjudiciales si se excluye a la población local de la toma de decisiones sobre la adjudicación de tierra y no se protege su derecho sobre las mismas, lo cual ya ha venido sucediendo.
Otra de las alertas formuladas por la mayoría de los analistas respecto al comportamiento del fenómeno en África, está en la poca cultura sobre legalidad que puedan tener los propietarios para enfrentarse a negociaciones manipuladas, cuyos términos muchas veces resultan incomprensibles para ellos. En ocasiones ni siquiera cuentan con los títulos de sus tierras debido a que el traspaso hereditario de propiedades se ha hecho de manera oral, sin que medie documento jurídico, y no por eso dejan de tener derecho a una tierra en la que han dejado toda una vida.
La concesión de terrenos cultivables a otros países o a inversionistas privados para producir alimentos que serán enviados a otra gente, es de seguro un duro golpe a los movimientos de campesinos que luchan desde hace muchos años por una reforma agraria. Un ejemplo de ello fue la ardua pelea que libraron hace unos años en Egipto los pequeños agricultores del distrito de Qena, para recuperar 1 600 hectáreas que les fueron concedidas a Kobebussan, un conglomerado japonés de agronegocios, para producir alimentos con destino al país nipón.
La lista de efectos negativos es mucho más larga que la de beneficios. Y en el horizonte no se vislumbra una salida para quienes en África, y en el mundo entero, se enfrentan al hambre y la inanición. Una vez más, soluciones para unos… ¿Y para otros?
*Foto: GRAIN