Hasta que no conoció, en el más bíblico sentido de la palabra, a su primo Asterio Losada, a Juliana Rodríguez no le había sonreído el amor. Se contaba por los mentideros de la villa de Madrid que su marido, zamorano de Bóveda de Toro, la había dejado abandonada, sola con varios críos a los que cuidar, al tomar un barco a Buenos Aires, y que durante todos los años que estuvo allí, en tierra extraña, Juliana no recibió ni una peseta, ni una carta, ni comunicación alguna que le acreditase que quien fuera novio de toda la vida y padre de sus hijos seguía vivo y fiel a su recuerdo. Lo había pasado mal. Fueron muchas caminatas, mucho esfuerzo, muchas horas trabajando de sol a sol, fue el brazo fuerte de Asterio arropándola cada noche, que Juliana consiguió salir de la miseria y del abandono, y de aquel amor y aquella fuerza a la pareja les nació, cuando arrancaba el año 1916, una hija natural. Natividad, que así la llamaron, devolvió las sonrisas al segundo izquierda del 30-32 de la calle Tudescos, nido de amor compartido por Juliana y Asterio que quedaba, como si fuera una macabra premonición, a escasos metros de uno de los lugares del crimen más famosos del Madrid de una década atrás.
La situación económica de la pareja había mejorado hasta el punto de que Juliana consiguió, a lo largo del año, sacar a los hijos de su primera relación del pueblo y colocarlos en Madrid: al mayor, en un comercio del Puente de Vallecas, al menor, en una céntrica zapatería. Y cuando mejor le iba a la nueva familia, la noticia cayó como un jarro de agua fría: el marido de Juliana, aquel que la había abandonado años atrás, iba a regresar a España.
La última visita al Cine de la Flor
El cine de la Flor en 1915
El jueves 26 de octubre de 1916, Juliana Rodríguez le dio unas monedas a su hijo Manolito, de doce años y el último habido de aquel matrimonio fallido, para que fuera a ver los últimos estrenos del Cine de la Flor, situado a apenas medio kilómetros de su casa, a cambio de que se llevara con él a la pequeña Natividad, de nueve meses de edad. Sabía que a Asterio no le gustaba que permitiera a sus hijos asistir al cine, un invento recién llegado a la capital y que, en opinión de Losada, llenaba de pájaros la cabeza de los niños, pero no le quedó otra opción: aquel día tenía mucho trabajo y no podía hacerse cargo de la pequeña; por otro lado, pretendía recompensar la paciencia del mayor, que desde que llegara del pueblo dos semanas atrás había tenido que cuidar de la bebé día y noche.
Aquel día proyectaban en el cine una película italiana, La última representación de gala del circo Wolfson, que en su versión original se llamaba Il circo della morte. Otra cruda premonición de lo que estaba por ocurrir esa tarde. Los niños nunca regresaron a su casa.
¿Dónde está natividad?
Escena de la precuela de “Il circo della morte”
La desaparición de los niños inquietó a Juliana y Asterio, que salió a buscar a los pequeños siguiendo los pasos que, supuestamente, habría podido dar Manolito para llegar al cine y después regresar a casa. En el paseo localizó, medio dormido, atontado y con la pechera de la chaqueta manchada de sangre, al hijo de su mujer. Manolito, con lágrimas en los ojos, narró a su padrastro cómo al finalizar la película un extraño bajito y moreno, conmovido por el sueño de la pequeña, que se había quedado dormida en la sala, le pidió cogerla en cuello, sólo por un momnto. Pero el guirigay del público saliendo del local había hecho que el niño perdiera de vista a aquel desconocido que había puesto pies en polvorosa con la niña en brazos. Aterrorizado por la más que previsible bronca, Manolito no había vuelto a casa y dedicó las horas a buscar a aquel extraño que le había arrebatado a su hermanita.
Asterio Losada denunció la desaparición de su hija Natividad justo después de oír las palabras de su hijastro, a primera hora de la madrugada del 27 de octubre, viernes. Pero ya era demasiado tarde para encontrarla con vida.
Un cadáver en el Manzanares
A las once y media de la mañana del 27 de octubre, unas lavanderas que habían bajado a lavar al Manzanares advirtieron un bulto misterioso que flotaba sobre un islote de tierra y ramajes, en los que parecía haberse quedado prendido. Antonio García, un obrero que acertó a pasar por allí, se acercó para descubrir horrorizado que aquel bulto, allá donde el paisaje quedaba perfilado por el centenario y majestuoso puente de Segovia, no era sino el cadáver de una niña a la que alguien le había destrozado la cabeza.
Antonio García en el lugar del macabro hallazgo
Concretamente el parietal derecho, con un objeto contundente que, arrojado con furia sobre la frente de la pequeña, le había producido la muerte inmediata, sólo después de haber recibido otro golpe más en la nariz. Después de muerta, la habían arrojado al Manzanares, presumiblemente desde uno de los pretiles del puente de Segovia, con la esperanza de que las aguas engulleran su cadáver. Un cadáver que ahora, depositado sobre una pequeña mesa de la Casa de Canónigos, reconocía con un grito de dolor la desdichada Juliana Rodríguez: aquella era, o había sido, su pequeña Natividad.
Muchos rumores, un único misterio
Escena de la precuela de “Il circo della morte”
Todas las sospechas se dirigieron, en un primer momento, hacia la figura de Asterio Losada, el padre de la pequeña. Mera estadística. Los rumores, que corrían rápido en aquel Madrid otoñal, hablaban de todo tipo de vodeviles en torno a la muerte de la pequeña. Quizás, pensaron algunos, fue la propia Juliana, que ahora se revolvía en la cama, víctima de un ataque de ansiedad, quien habría acabado con la vida de su hija ahora que su marido legítimo planeaba volver de América; con la finalidad de ocultar su deshonrosa relación extramatrimonial, por más que la abandonada hubiera sido ella. Quizás era cierto que un misterioso hombre había acabado, bien por orden de alguien o bien por pura y cruel desviación, con la vida de la niña. De todo se había visto, y quedaba por ver, en la villa de Madrid.
Con todo, había algunos extremos que no cuadraban en la historia. ¿Había estado Manolito presente en el crimen? ¿Cómo explicar, si no, las manchas de sangre de la pechera de su chaqueta? Él aseguraba habérselas producido jugando con su hermano mayor, a la sazón dependiente en Vallecas, pero aquella sangre parecía fresca. La respuesta a todo, como otras tantas veces, llegó del finísimo hilo de sospecha que generó la declaración del acomodador del cine de la Flor. Aquel hombre aseguraba haber visto cómo Manolito salía del local llevando aun al bebé en brazos.
Lugar desde donde fue arrojado el cadáver de Natividad
“El circo de la muerte”
Desconocemos si el investigador, Juan Antonio de Haro, tenía hijos. Lo que sí está claro es que tenía mano con los niños y, quizás por eso, el comisario jefe de la primera brigada de investigación criminal, el señor Fernández Luna, le asignó el misterioso caso de la niña del puente de Segovia. Haro, seguro de que el niño Manolito ocultaba algo, quizás para encubrir al verdadero culpable del crimen, se lo llevó a pasear por las calles que había debido recorrer con su hermanita en brazos. Sólo para charlar. El niño le contaba, entusiasmado, cómo en La última representación de gala del circo Wolfson un simpático mono, al que todos llamaban Pete, protagonizaba una escena de miedo: el chimpancé secuestraba a un bebé y lo subía a lo alto de una chimenea. La trama previa del film, que se puede leer aquí, hablaba de una mujer abandonada a su suerte por todos, que criaba a su hija -de desgraciado final- en solitario mientras su antiguo amante se casaba por conveniencia y otorgaba todo su cariño al niño habido de ese matrimonio, una suerte de impostor que, en cierto momento, recibía un apropiado correctivo por parte del mono, única compañía de la triste mujer.
A Haro le saltaron todas las alarmas. En aquel momento supo que el asesino de Natividad no podía ser otro más que su hermano Manolito.
La verdad
Manolito Rodríguez
Parados frente al circo de la Flor, Haro le confesó al pequeño un secreto: él sabía hipnotizar. Y si te hipnotizo, le susurró el investigador al pequeño, te duermo, y tú me contarás lo que hiciste anoche, y me dirás cómo mataste a tu hermana. No hizo falta seguir representando el farol. El niño, aterrorizado, ofreció su segunda, que no última, versión de los hechos. Dijo que Natividad se le había caído de los brazos, que intentó contener la hemorragia con un pañuelo, que, desesperado, vagó por las calles y, al llegar al puente de Segovia, aquel de las bolas tan grandes, mientras él permanecía sentado en un pretil, la pequeña se le había deslizado de los brazos y él, confeso homicida, había caído presa del pánico y el sueño le había alcanzado en los soportales de la plaza Mayor, dispuesto a quedarse así, de vagabundo, el resto de sus días…
Había que andar unos pocos metros más para esperar a saber la verdad.
Punto y final
Manolito se derrumbó a la altura de la cuesta de la Vega. Haro le había propuesto ir siguiendo los pasos de la noche anterior, y el pequeño no aguantó más mentiras. Frío, atenazado por el miedo de lo que pudiera pasarle pero sin sentimiento de culpa, el niño contó como le habían sacado de la casa donde se había criado, en compañía de sus tíos paternos, dos semanas atrás. De cómo éstos solían criticar la vida de Juliana, licenciosa para ellos, de la palabra que solían dedicarle a aquella mujer que no había respetado la ausencia de su marido, por más que ésta hubiera sido voluntaria por parte de él. Manolito habló de cómo no era capaz de soreírle a aquella mujer que ahora, en tierra tan extraña, le hablaba emocionada de las nuevas oportunidades que le esperaban en la zapatería donde le había conseguido un trabajo. De cómo su hermano, que trabajaba en Vallecas, le decía que era vergonzoso que esa mujer a la que no llamaban madre le hiciera hacer de niñera, ¡a él, un hombre, a él, que no había nacido para criar niños!, de Natividad, aquella bastarda que no era hija de su mismo padre.
Manolito Rodríguez declarando ante el juez
Manolito habló de lo mucho que le enervaba la presencia de aquella intrusa objeto de las caricias y de los cariños de todos, la existencia de aquella niña que no hubiera estado allí si su madre, siguiendo los preceptos sociales, hubiera guardado las ausencias del padre como debía. Que aquel día había sido el definitivo porque Natividad no había hecho más que llorar durante la película y él, desesperado y con la cabeza perdida en los océanos del profundo rencor que sentía por ella, le había solmenado un bofetón que le había sacado sangre de la nariz y que después, cuando llegaron al puente de Segovia, había agarrado una piedra y se la había estampado en la frente. Que ya cadáver la pequeña, y casi casi como en una escena de la precuela de Il circo della morte, que se llamaba Il jockey della morte, lanzó su cadáver al río Manzanares para que todo volviera a ser como antes. Como debía ser, ahora que su padre iba a regresar a España.
Como nunca hubiera debido dejar de ser.