El plan era sencillo. Todo cuadraba en mi esquema mental como el encaje de bolillos que nunca he sabido hacer. Cuando La Primera llegó del colegio le endiñé la ensalada sin darle tiempo a quejarse por todos y cada uno de los ingredientes; empezando siempre por los verdes.
Hechos los deberes con el yugo del helado prometido planeando sobre los pájaros que habitan la cabeza de mi primogénita, nos dirigimos sin más dilación a recoger a las que nos faltaban. Tras las cavilaciones pertinentes para ver quién se sienta en la silla de quién, a quién le toca mirar para atrás y a quién darle coba a La Cuarta, conseguimos ponernos en marcha sin que mi sistólica rebasara los dieciséis puntos. Un logro.
Se durmieron en el trayecto lo que me hizo temer un desembarco con llantos a coro. Pero no, ante la inminencia del cambio de look, se despertaron con un buen humor desconocido. La Cuarta tuvo el detalle de seguir durmiendo hasta terminada la sesión de peluquería. En la peluquería en sí vivimos un momento de amor y compañía mientras mis niñas se dejaban cortar el pelo como buenas esclavas de su apariencia que son y yo me deshacía en carantoñas con la que estuviera libre en cada momento.
De la peluquería enfilamos hacia la heladería cuyo helado de limón con albahaca me quita el sueño. Allí, según el plan milimétricamente trazado, nos encontramos con una amiga y sus tres retoños y conseguimos pedir helados para siete criaturas sin morir en el intento. Visto que la acera se nos quedaba algo angosta pusimos rumbo a un parque cercano.
Al llegar se nos desparramaron los niños y, nosotras que tenemos los ovarios bien curtidos, nos dimos al noble arte de rajar sin cesar mientras dos escalaban al tejado de una caseta, La Cuarta se empeñaba en subir el tobogán en lugar de bajarlo y La Tercera alternaba entre comerse la arena y tirársela en los ojos. Como no podía ser menos pronto descubrieron la atracción estrella del citado parque: la fuente de barro. Han leído bien: Fuente-de-barro.
Como su propio nombre indica se trata de una fuente cuyo agua discurre sobre una suerte de canalones hasta desembocar en la arena misma del parque para que, consumado el mejunje, los niños puedan jugar con el barro a sus anchas. Para los alemanes esto es una faceta fundamental en la formación de sus hijos como guarros de bien.
Como además mi amiga y yo somos tan veteranas que nos hemos entregado por completo a la desidia, no teníamos entre las dos ni una mísera toallita ni un mal kleenex. Nos fuimos de allí con el barro, los mocos y la arena puesta.
Entre pitos y flautas se nos había hecho la hora de cenar. Sólo de imaginarme llegando a casa con las cuatro dormidas y tener que ponerme a hacer la cena y a luchar una batalla perdida de antemano se me erizó hasta la barba que no tengo. Ni hablar del peluquín. Con las mismas me personé en un restaurante de las inmediaciones y me dispuse a cenar en amor y compañía con mis hijas.
A estas alturas el pañal de La Cuarta pesaba más que ella misma y emanaba un tufillo que no le hacía sombra a su cara de deshollinador. Con las manos negras, por no tener que atravesar el local y amargarles la cena a la congregación de nonagenarios que allí había, dimos buena cuenta de varias pizzas. Entre tanto, varios tenedores acabaron en el suelo pero no tuve el cuajo de pedir que los cambiaran a sabiendas de que la mierda que pudiera haber la habíamos traído nosotras. Y oigan, la pizza con arena sabe a gloria.
Con el buche lleno y el corazón contento nos volvimos a casa, las lavé mal que bien y cayeron rendidas después de lo que a todas luces fue un gran día.
Por eso, cuando leo por ahí que hay un debate nacional para sustituir la arena de los parques por un suelo de goma de lo más artificial que existe, me pregunto qué será lo siguiente ¿llevar a los niños al parque con guantes de látex?
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