Una joven atractiva se pasea por las calles de Bruselas, recibiendo a su paso desde piropos hasta proposiciones sexuales explícitas de hombres de aspecto magrebí. Todo ello es grabado en vídeo y el resultado se convierte en una denuncia. ¿Una denuncia contra el multiculturalismo, contra la inmigración descontrolada, contra la escasa capacidad de adaptación de los musulmanes a la cultura occidental? En absoluto; se trata de un alegato "contra el sexismo".
El lector haría mal en tomárselo a broma, porque este vídeo ha sido utilizado como pretexto propagandístico para avalar la definición legal de sexismo en Bégica, nada menos. En el país en el que ya es posible administrar legalmente la eutanasia a los niños (aberración saludada por algunos como avanzadilla pionera, tras la cual los demás países civilizados deberían transitar), un piropo podrá ser multado, y "todo gesto o comportamiento que tenga la clara intención de expresar desprecio hacia una persona por razón de su sexo, de considerarla inferior o de reducirla a su dimensión sexual y que comporte un grave daño a su integridad" puede entrañar una sanción penal. Las cursivas son mías: nótese el amplio margen de interpretación, en manos de jueces ideologizados.
Hablar aquí de "neopuritanismo" sería un error típico. Quienes pretenden aplicar leyes contra la libertad de expresión no hacen la menor alusión a la decencia y el pudor, conceptos que permiten distinguir perfectamente entre un halago masculino respetuoso y la lascivia repulsiva de quienes se toman la calle como su particular coto de caza sexual. Es más, los amantes de crear nuevas figuras delictivas son exactamente los mismos que defienden la "visibilidad" de homosexuales y transexuales, y se amparan en el mismo clima de opinión que ha elevado las prácticas onanistas y todo tipo de perversiones a categoría de ejercicio lúdico, saludable y explotable comercialmente.
En realidad, el fenómeno de criminalización del varón forma parte inextricable del "ocaso del pudor" que aqueja a nuestra cultura desde los años sesenta, dentro del cual la decencia y la castidad pasan a ser consideradas como prejuicios caducos y, por supuesto, intolerablemente sexistas. Se equivocan también, por cierto, quienes sostienen que este "pudoricidio" ha beneficiado a los hombres, al multiplicar las posibilidades del voyeurismo masculino. Porque esto sólo se ha realizado al precio de poner en la picota al caballero que no afecta total indiferencia ante la masiva apoteosis de la corporeidad femenina que inunda nuestras calles y nuestros medios de comunicación.
La finalidad del antisexismo es evidente. El hombre es malo y debe ser reeducado. Hasta aquí, tendemos a estar de acuerdo, a condición de que se admita que el mejor instrumento que ha encontrado ninguna civilización para domesticar al macho es una institución llamada matrimonio, que implica al hombre en la crianza de los hijos ofreciéndole una razonable garantía de su paternidad biológica, al tiempo que consagra la igualdad entre los sexos. (Lo que no se da, por ejemplo, en la poligamia islámica.) Pero esta institución saltó por lo aires desde el momento en que triunfaron el divorcio ilimitado, las leyes de "género" que destruyen la igualdad entre hombres y mujeres (perjudicando claramente a los primeros), la legalización del aborto sin contar en absoluto con la opinión del padre y las ayudas sociales y legislativas a familias monoparentales (casi siempre de mujeres solas), homoparentales y cualquier tipo de arreglo informal que somete a los niños a los riesgos inherentes de la convivencia con los variados compañeros sexuales de sus madres "liberadas".
El resultado salta a la vista. Destruidos o al menos escarnecidos los cauces cristianos de un instinto biológico tan primario como el sexual, no queda otra alternativa que incrementar el nivel de coacción contra el hombre, ese ser sospechoso y errabundo.
Jean-François Revel, en su imprescindible clásico El conocimiento inútil, ofreció una caracterización de la función ideológica del antirracismo que, mutatis mutandis, se puede aplicar también a la paranoia antimachista. En los años ochenta eran constantes las proclamas contra el apartheid sudafricano, así como las advertencias contra una supuesta amenaza fascista y racista que se incubaba en las sociedades democráticas. Estas denuncias rituales permitían eclipsar mediáticamente la amenaza mucho menos anecdótica que suponía el régimen soviético, con sus millones de presos políticos, su apoyo a movimientos revolucionarios y terroristas en todo el mundo, y sus misiles nucleares apuntando a las ciudades occidentales.
El antisexismo realiza una función análoga. Mientras en numerosos países se lapida a las adúlteras, se practica el infanticidio femenino antes y después del parto, y se mata o secuestra a niñas por ir a la escuela, aquí resulta que nos rasgamos las vestiduras porque, según Cate Blanchett, las actrices cobran menos que los actores, y encima los periodistas tienen la impertinencia sexista de preguntarle cómo compatibiliza su carrera artística con el cuidado de sus tres hijos. ¡Horror de los horrores!
Los que sólo piropeamos a nuestras esposas, no tenemos nada que temer de una ley que penalice la galantería. Pero el problema de fondo es mucho más grave que una limitación de la libertad de expresión que, probablemente, en la práctica tendría escasas repercusiones. Lo que se ventila aquí es la distinción básica entre legalidad y moralidad. En las teocracias islámicas no existen la una ni la otra como ámbitos separados, lo cual conlleva una represión brutal del comportamiento individual. Pero en el Occidente que exhibe con pueril orgullo su irreligiosidad corremos el riesgo de llegar a un destino similar por un camino opuesto. De manera gradual, pero con efecto acumulativo, se está imponiendo, tanto en la mentalidad como en el derecho, la idea de que todo lo legal es, además, moral. Esto puede parecer liberador, pero implica la otra cara de la moneda. Convierte insensiblemente en ilegal (en un crimen mental, o crimental, por emplear el neologismo de Orwell en 1984) cualquier juicio moral que no tenga su correspondencia en la ley positiva, en la veleidosa voluntad del legislador.
Así, en Francia ya es legalmente arriesgado aconsejar a mujeres que pretenden abortar para que cambien de idea, pudiéndose incurrir en delito (sic) de "abortofobia". Y tanto en instancias europeas como nacionales, los grupos de presión gays-lésbicos trabajan sin descanso para imponer leyes contra la homofobia, que penalizarán cualquier opinión o creencia moral en contra de la homosexualidad, tachándola de intolerante. En realidad, sólo quien desaprueba moralmente algo puede ser tolerante con ello. Intolerantes son los homosexualistas que pretenden que para "respetarles" tenemos que pensar, y no sé si sentir, como ellos. En este paquete ideológico se incluye lo que hoy pasa por feminismo, y que consiste básicamente en otra nueva forma de histeria colectiva, fenómeno social tan fácil de desencadenar como perversas suelen ser sus consecuencias.