En todos los viajes hay jornadas buenas, jornadas malas y jornadas peores; y en este mío la presente me ha parecido de las terceras. Pero, antes, recapitulemos para ponernos al día. Ayer hablé de Pozo Almonte pero no conté cómo llegué hasta ahí desde Calama. Tras salir huyendo de aquella maloliente habitación donde me había hospedado, me fui a la estación de autobuses para comprar el boleto. Como no lo había reservado con antelación, hube de conformarme con un asiento en una fila media que, aunque junto a la ventanilla, no me permitió disfrutar de las panorámicas que ofrece la primera hilada. Una lástima, porque me habría gustado ver, en toda su extensión, los paisajes del inacabable altiplano. Salvo los primeros 40 ó 50 km, a lo largo de los cuales fuimos ascendiendo hasta cotas de unos 3000 m, el resto del viaje transcurrió por una extensísima llanura: cincuenta leguas de terreno llano, siempre con la lejana precordillera hacia levante y alguna pequeña sierra, más cercana, a poniente. El único cambio en la fantasmal monotonía de ese infinito yermo lo trajo el vado del río Loa, cuyo escaso caudal discurre por un ancho cauce que constituye, en sí mismo, un elongado oasis: por allí macizos de arbustos y enclenques arboledas, por allá algunas pequeñas granjas, y frente al autobús una caravana de vehículos de casi una hora: justo donde la carretera cruza el río está el límite regional entre Antofagasta y Tarapacá (o la IIIª y la IIª regiones, como las designa la nueva nomenclatura), y ahí los carabineros tienen montado un control permanente donde gustan de organizar largos atascos y obligar a quienes viajan en auto particular a evacuar no sé qué trámite administrativo para justificar su presencia y sus salarios (los de los guardias). A unos 40 km antes de llegar a Pozo Almonte atravesamos un extraño bosque (parque natural Pampa el Tamarugal), más bien ralo, de árboles chatos y follaje polvoroso, de un tono similar al de la encina y un aspecto mortecino que no sabe uno si es su color natural o se debe al polvo acumulado durante los muchos meses que transcurren entre unas lluvias y las siguientes. No me resulta fácil imaginar de dónde chupan esos tamarugos, que así se llaman, el agua para sobrevivir.
Mis impresiones de Pozo Almonte ya han quedado descritas. El hotel donde me alojé, Chachawarmi de nombre, era bonito y estaba decorado con buen gusto, pero al chapucero estilo "rústico espurio" de esos negociantes que quieren hacer creer a la clientela que "rural" es sinónimo de "cutre": puertas y ventanas desvencijadas, cierres rotos, tapicerías sucias de rancia mugre, grifería descompuesta... ¡Y eso que era el segundo hotel más caro de la localidad! Mi habitación, un pegote sobre la azotea, tenía una vista bonita pero poco aprovechable, pues sólo un tablero fungía de ventana y era preciso dejarlo abierto para poder disfrutar del paisaje y de la luz natural; cosa que no supone problema alguno durante las horas de sol, ya que éste calienta el cubículo como un horno y se agradece el aire tibio del exterior, pero a partir del ocaso bajan bastante las temperaturas y hay que cerrar el tablero, quedándose uno sin vistas y a expensas de la luz artificial. Huelga decir que, según avanzaba la noche, la irradiación térmica por los cuatro costados enfrió el cuarto hasta convertirlo en una verdadera cámara frigorífica, al punto de que, antes de la aurora, me desperté aterido y ya no pude dormir más. Ni aun vistiéndome el forro polar logré arrancarme el frío ni conciliar el sueño. Por fin, al filo del amanecer, pareció que querían cerrárseme los ojos, pero en ésas llamó a la puerta la mucama con la colación -que yo había ordenado para dos horas más tarde- y acabó ya de desvelarme. Haciendo de la necesidad virtud desayuné lo que me trajo -que para colmo venía del tiempo, salvo el café- y me refugié luego otro rato bajo la manta hasta comprender, ya los ojos abiertos como platos, que el descanso de esta noche se me había arruinado irremisiblemente.
Ayer, por cierto, la recepcionista del hotel me contó la causa de que todo el alojamiento en esta zona, desde Pozo Almonte hasta Pica (a unos 50 km de aquí, hacia el interior), estuviese en máxima ocupación: resulta que esta semana se celebran, en La Tirana (camino de Pica), unas fiestas religiosas de fama nacional a las que acude gente de todo el país; así que no ha sido tanto la nueva explotación minera (que también habrá influido) como esto último lo que determinó que, tras realizar veinte llamadas, no encontrase más que la vacante del Chachawarmi. En una hospedería de Pica me dijeron que tal vez les quedase para hoy una plaza libre, a confirmar un rato más tarde, pero entonces me llamó Luis y estuvimos largo rato hablando por teléfono, y al finalizar la conferencia me había olvidado de ese hospedaje hasta tal punto que enseguida me puse a comprar el pasaje para hoy a Arica; con la mala suerte, además, de que sin darme cuenta, gracias a mi incorregible despiste, compré el asiento que no quería y, una vez más, me quedé sin butaca panorámica.
La guinda vino cuando esta mañana, al empacar mis cosas para marcharme, me di cuenta de que me faltaba el ebook: me lo había dejado ayer olvidado en el autocar. Una pérdida irreparable; no sólo porque ese modelo tan pequeño y práctico ya no se fabrica, sino porque en él tenía mis anotaciones y marcadores de los últimos quince años. Esta amarga jugarreta del destino, rematando la preiva racha de contratiempos, me ha descorazonado. Me cuesta trabajo asumir que jamás aprenderé a tener más cuidado e imponerme sobre mi falta de atención en lo que hago. Los libros que llevaba en el lector no me importan porque tengo una copia de seguridad, pero las notas y los marcadores se han extraviado para siempre. No puedo evitar sentir que se me ha chafado el día.
Legua y pico al norte de Pozo Almonte está el desolado cruce de Humberstone, donde la carretera de Iquique enlaza con la Longitudinal. Todos los autobuses que van a Arica, sin excepción, pasan por ese cruce y la mayoría de ellos -si no todos- salen del propio Iquique o, provenientes de lugares mucho más al sur, hacen parada esa ciudad. Esto significa que para ir desde Pozo Almonte hasta Arica hay dos opciones: o bien ir primero a Iquique para coger ahí el autobús, o bien esperarlo en el cruce de Humbestone para abordarlo... previo aviso al conductor. Las ventajas de esto último son un consierable ahorro en tiempo (ya que evita uno recorrer dos veces un tramo inútil) y un pequeño ahorro en los correspondientes pasajes. El inconveniente es el riesgo de que, por la circunstancia que sea, el conductor no pare en el cruce y se quede uno ahí tirado en mitad de la nada. Yo, no obstante, estimando en poco la magnitud de este riesgo y fiándome de la seguridad que al respecto me ha dado por teléfono la Pullman San Andrés, he optado por la segunda alternativa con idea de aprovechar así el tiempo, de otro modo malgastado, visitando el museo temático que hay en Humberstone en torno a una antigua explotación salinera, que es desde donde estoy escribiendo esto, a la sombra de un galpón bajo el que hay unas cuantas mesas. Pese a que el sol aprieta con fuerza, aquí se está divinamente.
Para salvar los 6 ó 7 km que hay desde Pozo Almonte hasta aquí he cogido un minibus de los llamados transfer, anglicismo que usan en Chile para los transportes que cubren distancias de hasta 100 km más o menos y conectan entre sí las localidades por las que no pasan las rutas de largo recorrido. Pues el caso es que, al final, no he podido ver por dentro la salinera porque la visita guiada -única que me habría interesado- termina después de la hora en que, supuestamente, pasa mi autobús con destino Arica; lo cual ocurrirá, D.m., dentro de tres cuartos de hora. Espero que la San Andrés cumpla con su palabra y haya avisado al conductor para que esté pendiente de mi abordaje, porque de lo contrario voy a tener un problema. Vi muy claro mi plan cuando lo elaboré, pero ahora que estoy en Humberstone ya no las tengo todas conmigo y empiezo a dudar de su prudencia.
Parece un lugar muy curioso esta salinera. Acaso a la vuelta, cuando pase de nuevo por aquí a mi regreso del Perú, venga con más tiempo y tenga ocasión de verla como es debido. De momento me he conformado con dar una vuelta por los desérticos alrededores y hacer algunas fotos; y en cuanto acabe de escribir esto me encaminaré a la parada del cruce, a cinco o diez minutos andando desde aquí. Aunque va a sobrarme tiempo, no quiero correr el menor riesgo de perder el bus por alguno de esos azares venturosos en los que el tráfico es inusualmente fluido y las distancias se recorren con más rapidez de lo habitual.
Todo este terreno está, en efecto, lleno de grandes terrones de sal cristalizada y mezclada con la tierra que sobresalen del suelo como gigantescas verrugas (no sé si naturales o causadas por la explotación) y conforman un paisaje casi extraterrestre. Añádanse a eso las vetustas edificaciones de la salitrera, algunos vallados de acero que acaban bruscamente y delimitan -por consiguiente- nada, y un tramo de ferrocarril que surge de las arenas como reptil subterráneo y, tras hacer una curva, vuelve a sumergirse en ellas trescientos metros más allá, y podrá tal vez el lector hacerse una idea de lo extraño y surreal de este paisaje.