A Malva, en su cumpleaños
Un mundo puede ser a veces una habitación, un cuarto de trabajo. Sus habitantes, algunos objetos en apariencia intrascendentes pero esenciales, que te hacen sentirte más protegido, acompañado, extrañamente feliz mientras escribes. Siempre que me siento ante el portátil en esta pequeña habitación recuerdo mi lectura del Diario de una novela (Las cartas de Al este del edén), de Steinbeck: sus pequeñas manías, sus devociones, la altura de la silla, sus lápices, los cuadernos, la mesa de trabajo, las tareas cotidianas.... Un recipiente de barro donde colocar bolígrafos, rotuladores, estilográficas sin tinta o con la tinta seca, lápices inútiles, algún clip y un par de cartuchos de tinta que nunca se usarán. Una grapadora que sólo grapa borradores de poemas, algún artículo largo para releer en el salón y facturas o recibos bancarios.
Un cuadro hecho con cuerda entrelazada, quizá con macramé, elaborado por las alumnas del centro de educación de adultos de Entrevías en el que se dibuja un búho lector, o una lechuza, quién sabe. Una viaje radio nacida en los días en que escuchar Hora 25 era casi un acto heroico. Por supuesto, sin pilas y con el sonido algo perjudicado cuando se las pongo. Libros, muchos libros como seres vivos que concentran briznas de otro tiempo, pensamientos abolidos, sueños que quedaron en el camino, horas de felicidad, olvidos. En el refugio del valle están los libros de otro tiempo, libros amados que han acompañado mi biografía hasta conformar mi educación literaria, cívica, sentimental. Aquí están los premios Adonais de principios de los 70, pequeños volúmenes ya amarilleados que un viejo impresor del barrio de Tetuán me regaló en un día remoto en que acudí a su imprenta porque me habían dicho que podía imprimir en offset documentos clandestinos. Aquí está la literatura política que nos convenció de la oportunidad del eurocomunismo, y los libros de ensayo de Poulantzas, Althusser, el primer Chomsky, Berlinguer, Garaudy, la Harneker en las irrepetibles ediciones de Siglo XXI. Un óleo sobre table de María Elena Rego que data de 1976 y en el que se recrea un paisaje rural de Soria, pequeños recipientes de barro que antaño acogieron riquísima cuajada y hoy sólo lápices, borradores, algún pen drive con archivos no conocidos u olvidados, grabados quién sabe cuándo, libros de poemas de Bartleby, esa colección en paralelo que uno desea tener a salvo de los saqueos de los amigos, una pequeña copia de un grabado de Picasso con un marco tosco de madera de pino, viejas novelas, restos de la antigua colección Reno, de Plaza y Janés (Morris West, Fernández Flórez, Somerset Maugham), libros de Endymion, o de la granadina colección Genil de poesía, disquetes sin uso... Y, en un lugar preferente, aquellos primeros libros de poemas leídos con la pasión de quién descubre en la lejanía casi borrosa de finales de los sesenta: los dos tomitos, en Austral/Espasa con la poesía completa de Gerardo Diego, los olvidados Juan Rejano o Pedro Garfias, una antología, en dos tomos de la vieja Taurus, con Poesía española de testimonio, de José Gerardo Manrique de Lara, una colección de poemas de Jenaro Talens titulada El vuelo excede el ala. Y novelas de autores desconocidos, viejas novelas no leídas que quizá duerman para siempre el sueño de los justos en uno de los estantes. Allí, en el refugio, está la vida. Convertida en tiempo, en palabras, en libros y en objetos. Y sobre la mesa, la ventana que da a un jardín vecino pero que, si elevo un poco la mirada, me enseña las copas de los fresnos y, al norte, los contornos del monte de la Cruz, el que da sombra al pueblo y custodia los sueños de algunos de mis personajes. Sobre todo, los de Verano..
El gato y W. S. Burroughs
A veces entra en la habitación un gato negro. Se llama Parchís, así lo bautizó mi hija el primer día que entró en casa --fue un día de otoño de 1998, un día frío y desapacible en que constatamos que había sido destetado y abandonado a su suerte por su madre--. Ha cumplido doce años y la biología y el veterinario ya lo consideran viejo, pero yo lo observo a veces como cuando era un gato joven, tal vez adolescente, casi con la vitalidad de entonces. Un gato negro de ojos dorados que a veces se me queda mirando mientras escribo como si cavilara o soñara. Un gato castrado que ronronea, que ha aprendido los vicios y costumbres de cada uno de los que habitamos lo que aquel remotísimo día de otoño comenzó a ser su hogar, que vuelve con nosotros, de vez en cuando, a este lugar, patria de origen, en el que recupera la infancia, sube a los árboles, corre por el jardín, sube a los muros.
Parchís, nuestro gato
Burroughs, el autor irreverente, rupturista de Yonki, o Marica, o Los chicos salvajes, fue un enamorado de los gatos. A lo largo de su vida tuvo muchos y de los más diversos pelajes. De esa experiencia nos dejó un maravilloso libro, lleno de pasadizos al misterio y de experiencias vividas con gatos de orígenes variados. Tales experiencias las contó en un libro de título más que ilustrativo: Gato encerrado. Lo publicó, en una edición limitada, en 1986 y Edicions 62, en ediciones El Aleph, lo hizo en lengua española en 2007. Se trata de textos breves, auténticos poemas en prosa, en los que Burroughs deja respirar, sin cautela, sus emociones y evoca fragmentos de vida relacionados con algunos de sus más queridos gatos. Quien haya tenido en casa un gato sabe que es un animal envuelto en misterio, observador incansable que parece guardar, detrás de la belleza de sus ojos, algún secreto relacionado con el sentido de su especie que todos sus miembros heredan generación tras generación sin revelárselo a nadie. El libro de Burroughs me ha atrapado desde el primer fragmento. Como homenaje a Parchís, nuestro gato negro que ha debido cumplir doce años este otoño, aquí os dejo una muestra de este libro extraño, inquietante:
Burroughs con uno de sus gatos
"Agosto de 1984.James estaba en el centro entre Seventh y Massachusetts cuando oyó a un gato maullar con fuerza como si estuviera sufriendo. Se acercó a ver cuál era el problema y el pequeño gato negro saltó en sus brazos. Se lo trajo a casa y en cuanto me abrí una lata de comida para gatos la pequeña criatura saltó sobre el aparado y se precipitó a por la lata. Comió hasta perder la figura (...). Le he puesto el nombre de Flecht. Es todo brillante y reluciente y encantador, la gula convertida en inocencia y en belleza. Fletch, el pequeño expósito negro, es un animal exquisito y delicado de brillante piel negra, pulcra cabeza como la de una nutria, esbelto y sinuoso, de ojos verdes.
A los dos días de estar en casa y saltaba encima de mi cama y se acurrucaba contra mí, ronroneando y poniéndome las patas en la cara. Es un macho sin castrar de unos seis meses con salpicaduras blancas sobre el pecho y el estómago."