Leer una distopía resulta mucho más estimulante literariamente que una utopía. Simplemente, porque las descripciones utópicas suelen ser más bien aburridas, más propias de la filosofía que de la literatura. Un mundo distópico ofrece muchas más posibilidades. Además, por desgracia, hemos conocido algunas sociedades de esa índole durante el siglo XX y la Corea del Norte actual bien podría entrar en la infame lista de pesadillas antiutópicas.
La República de Gilead (los antiguos Estados Unidos) en la que transcurre El cuento de la criada es una especie de régimen teocrático obsesionado con la natalidad. Se trata de un relato en primera persona en el que la protagonista va describiendo su vida en esta nueva sociedad, en la que su función es ser portadora de la fecundación de un comandante, un alto dirigente de Gilead. Como es lógico, la posición de estas criadas es objeto de pasiones ambivalentes: desde la envidia al desprecio, pasando por la veneración, cuando consiguen quedar embarazadas. Porque, como se ha dicho, en Gilead todo está organizado para que sus habitantes tengan asegurado el relevo generacional. Al parecer, alguna especie de catástrofe de índole nuclear desató una plaga de esterilidad, lo que ha provocado un golpe de Estado en los Estados Unidos. Los nuevos dirigentes han impuesto una forma de vida basada en los valores tradicionales, aunque con algunas modificaciones motivadas por la nueva situación, que hubieran parecido inmorales a los elementos más conservadores de nuestra realidad. La religión se ha adaptado al valor superior de la natalidad, por lo que, en el ámbito privado del hogar, se organizan ceremonias de procreación en las que el cabeza de familia copula con la criada ante la atenta mirada de la esposa legítima. Una escena aberrante y patética, pero que se considera sagrada.
El lector de El cuento de la criada, no puede más que compadecerse de la situación vital que describe Offred. Su relato es doblemente trágico, por insertar recuerdos de su vida anterior, una vida razonablemente feliz junto a su pareja y su hija, con un trabajo digno. Todo perdido para siempre. En la nueva sociedad las mujeres no pueden trabajar. Las únicas mujeres útiles son las fértiles (la infertilidad masculina no existe oficialmente). El resto puede ser enviado a las colonias, junto a criminales y disidentes, un eufemismo con el que se alude a trabajos de descontaminación en los que los condenados no suelen durar más de un año antes de caer abatidos por la enfermedad. Cuando una criada va a dar a luz, lo hace públicamente, en una ceremonia sagrada. Es habitual que los niños nazcan deformes o directamente moribundos. Ser una esposa legítima con un bebé sano nacido a través de la criada es la máxima aspiración social.
Pero como en todas las sociedades de corte totalitario, existen pequeños espacios de desahogo, pequeñas islas de libertad que utilizan sobre todo las clases dirigentes. Obviando el hecho de que a veces los médicos se ofrecen para fertilizar a las criadas (algo castigado con la muerte), existe un lugar - llamado Jezabel - donde los elementos masculinos de las altas estirpes dan rienda suelta a sus fantasías sexuales, utilizando a antiguas prostitutas y a mujeres que prefieren ser esclavas sexuales antes que ser enviadas a las colonias. En algunos aspectos, la realidad de El cuento de la criada recuerda a la España franquista, en la que la mujer solo contaba como madre y esposa, la religión era el pilar principal del régimen y los hombres tenían vías de escape sexual a través de prostitutas y queridas.
La versión cinematográfica que filmó Schlöndorff es una película sobria, que sabe usar sus pocos medios para recrear de manera muy efectiva la vida cotidiana en Gilead a través de un guión del Nobel Harold Pinter. Aunque en algunos momentos - sobre todo en su presentación - tenga una estética de telefilm, el director de El tambor de hojalata, ayudado por un buen elenco interpretativo, es capaz de asomar al espectador al desalentador espíritu de una novela inolvidable.
Revista Cine
El cuento de la criada (1985), de margaret atwood y de volker schlöndorff (1990). memorias de una superviviente.
Publicado el 29 abril 2014 por MiguelmalagaSus últimos artículos
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