Resulta que tú vives en tu planeta.
A tu modo.
Resulta que tu planeta es muy rico en matices… Tanto, que suele llamar la atención de otros planetas. Tú siempre eres generoso y dejas que entren a habitar en algunas parcelas del tuyo. Sobre todo si te aseguran que te dicen de corazón lo feliz que les hace formar parte de tu cosmos porque les parece que tiene un “algo”. Duende… Qué se yo cómo se definen estas cosas…
Tú, que vives en la hinopia, crees sinceramente que ese hueco en el que te habitan, están cultivando el mismo cariño que le pones tú. Y lo crees porque no llegarías a dar crédito a que has cedido tus tierras, tan llenas de vida, a alguien que no tuviera en mente estar ahí porque, del modo que sea, quiere crecer contigo.
Sin embargo, ese colono se dedica a buscar siempre nuevas tierras… La tuya, esa parcela que le cediste (quizás una de las más fértiles que tienes) no es para él tan especial como te dijo. Sencillamente, le representas un planeta distinto, en el que, una vez creado el huerto, ya puede buscar otras cosechas.
Las horas que tú le dedicaste a esas tierras son la que las hacen especiales. Eso es lo que hace a un huerto más exhuberante que otro: los minutos que se le invierten.
Pero los colonos sólo saben de conquistas, si no, no se llamarían colonos. Nos cuesta entender esto cuando ya en el huerto empiezan a salir los frutos.
Unos frutos que el colono no comerá… O, si lo hace, no se molestará en saborear y valorar lo que tiene de trabajo escondido detrás.
El colono desaparecerá un tiempo mientras coloca en su mapa sus nuevas adquisiciones. Y tú, para que aquello no se marchite, porque al fin y al cabo forma parte de tu belleza, seguirás regando y quitando las malas hierbas de un tajo.
Hasta que un día descubrirás que esto no es más que un trabajo autómata. Ese día recogerás los frutos, todos los que han dado tus tierras en sus cosechas. Los colocarás con cariño en una cesta y lo enviarás sin remite al planeta de tu colono olvidado. Entonces, podrás dejar tu terreno en barbecho para que sea recuperado. A esto se le llama herida. Y las heridas requieren para su cura la prudencia de apartarse del camino.
El colono, pasado un tiempo, llegará de nuevo a su hogar. Más ancho que largo por sus nuevas marcas en su mapa, ya imperial.. Verá la cesta y se sentirá halagado por tener un regalo sobre la mesa. Uno como otros tantos….
Entonces probará un bocado… Y le parecerá tan jugoso, que probará otro. Y un tercero. Y un cuarto más.
Con esos sabores y desde su lejana memoria, caerá en la cuenta de un planeta. Ese planeta al que tanto le gustaba volver. Donde se sentía cómodo… El que era de diez. Descubrirá entre tantos dardos, que a su mapa mundi se le había caído la estrella. La única estrella que le daba un extra de luz a todos los puntos que había repartido en tierra.
Y en ese momento volverá el recuerdo de ese planeta luminoso que quizás era menos llamativo, pero que había sido el único que le permitió mirar siempre hacia arriba. Descubrirá con ternura que sólo así, fijando la vista en el horizonte, era como había consegido distinguir un poco más lejos todos los planetas que ahora apuntalaban su mapa.
Aquel pequeño. Aquel genuino planeta del que no se quiso encariñar…
Había sido único. Y lo había dejado escapar…