“Ahora sabía que había aún en el mundo alguna verdad, algún coraje y orgullo, algo de la vieja gloria de los hombres.”
El cuerno de caza
Sarban
No son pocos los relatos fantásticos que a lo largo de la Historia de la Literatura se han desarrollado en el bosque, que funcionó en otro tiempo como sinónimo de aventura y, por supuesto, de peligro. Dejando a un lado los cuentos de H. C. Andersen y los hermanos Grimm revisitados por Disney, me viene a la mente ahora, por ejemplo, el célebre bosque de Sherwood de Little John y Robin Hood, el que rodea el temible Pantano de Fuego en La princesa prometida de William Goldman o, por qué no, el que habitan las criaturas feéricas de la monumental Pequeño, grande de John Crowley. Podría decirse, de hecho, que son estas últimas, las criaturas feéricas, los más legítimos habitantes del escenario que nos ocupa; al menos, en lo que hace a un potencial derecho consuetudinario basado en el imaginario colectivo. Me explico. Cuando de críos leíamos o escuchábamos sobre los peligros que acechaban en lo más profundo del bosque, allí donde los centenarios y más que tupidos árboles apenas dejaban pasar la luz, ¿qué imaginábamos sino hadas con peores o mejores intenciones, duendes, trasgos…? El peligro venía de la mano de lo desconocido y sobrenatural.
Pues bien, la magnífica El cuerno de caza de Sarban se encarga de subvertir, de poner patas arriba cualquier idea romántica sobre el bosque que de nuestra infancia pudiéramos conservar. Y es que en el bosque de Sarban el peligro no emana de lo salvaje y sobrenatural, sino, al contrario, de lo humano; de lo excesivamente humano, podría decirse. Más en concreto, emana de la sofisticación y retorcido refinamiento que un sádico aristócrata nazi aficionado a la caza –adivinen de qué- ha alcanzado en sus torturas.
“Es el terror lo indescriptible” dice Alan Querdilion, el protagonista, poco antes de sentarse a relatar ante la chimenea, como en los mejores clásicos, la terrible historia de su internamiento y huida de un campo de concentración alemán en plena II Guerra Mundial -¿o no?-. Y, sin embargo, Sarban consigue dibujar con absoluta maestría los horrores inexplicables, más que indescriptibles, que debe afrontar su héroe.
Poco más voy a decir salvo que se arrebujen en un sillón bajo una buena manta, que enciendan la chimenea, si tienen, y que se preparen para disfrutar y aterrorizarse cada vez que oigan sonar en la noche las macabras y perturbadoras notas de El cuerno de caza de Sarban.