Pedro Paricio Aucejo
Desde el fondo de soledad radical que hay en toda vida humana emerge siempre un ansia no menos radical de compañía, una de cuyas formas predilectas se muestra en la amistad. Constituye esta un peculiar modo de asimilación afectiva entre personas y satisface una íntima necesidad del ser humano. Hay amistades en la infancia, en las que –condicionadas por la proximidad física de la vecindad y la familia o forjadas por la complicidad de la escuela– se produce el inicial descubrimiento de la vida. Más tarde florecen los amigos corales de la adolescencia y la juventud, cuya presencia caldea las horas de las primeras crisis. Después aparecen las amistades ligadas al quehacer profesional, a las responsabilidades conyugales, a los compromisos sociales…, que, poco a poco, gestan a su vez nuevos círculos de amigos.
Y es que en la travesía vital del barco de problemas y alegrías en que todos navegamos se multiplican siempre los vínculos entrañables que fomentan la natural relación de amistad entre los humanos, el trato íntimo de afecto recíproco que, sustentado en la comunicación, la confianza y la fidelidad, se congratula con la unión de las voluntades. Esta fue la experiencia personal vivida por Santa Teresa de Jesús, en cuyos escritos se percibe la presencia de la amistad en todas sus formas y tonos: desde su aprendizaje (Vida) y actitudes concretas en que se manifiesta (Cartas) a su conformación en la vida religiosa comunitaria (Camino de perfección), su cometido en la reforma de la Iglesia (Fundaciones) y en la vida espiritual (Moradas).
Desde su infancia, la existencia de Teresa de Ahumada fue movida a impulsos de una amistad no limitada por el ambiente, la escala social, el sexo o la edad (“es de tener en mucho un buen amigo”). Así, además de su vivencia en la propia familia carnal con hermanos y primos, poseyó profundas amistades femeninas en el ámbito seglar y en el religioso, pero, sobre todo, en el entorno espiritual de sus múltiples consejeros masculinos (“¡qué cosa es entenderse un alma con otra, que ni falta que decir ni da cansancio!”), en el que su relación amistosa se prodigó en multitud de maestros y confidentes. Su faceta como fundadora fue una prueba más de la facilidad e influencia de su cordialidad. Aparte de su estricto cometido religioso, la fundación de sus conventos no solo surgió bajo el estímulo de la amistad (la del monasterio de San José fue concebida en la fraternal tertulia del grupo de amigas reunidas en la celda que Teresa tenía en la Encarnación), sino que fue también ocasión de nuevas amistades, algunas de las cuales se convertirían en colaboradoras del proyecto fundacional.
Esta riqueza afectiva fue propiciada por los dones naturales de la monja abulense y por sus virtudes adquiridas en el trato humano (afabilidad, veracidad, valentía, fidelidad, confidencia, reciprocidad…): “en esto me daba el Señor gracia, en dar contento adondequiera que estuviese, y así era muy querida”. Pero, sobre todo, su capacidad de aprecio rebosó, especialmente en su etapa mística, por tener como criterio electivo de sus amistades la orientación preferencial a Dios y la vida con Él (“está todo el remedio de un alma en tratar con amigos de Dios”). Este es –según advierte Michel Rabenarivo¹– el secreto del éxito de Santa Teresa en este ámbito: experimentó un camino de perfección en el que se trenzaban la amistad humana y la divina.
Para este carmelita descalzo de Madagascar, doctorado en Teología, lo más destacable de su existencia fue hacer de Dios el protagonista de su vida: “con tan buen amigo presente, todo se puede sufrir; es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero”. Su relación de amistad con Él transformó a Teresa y le llevó a ordenar las demás amistades en función de aquel protagonismo. Animada por su intimidad con el Señor, la Santa trata a sus amigos para que también ellos fuesen amigos de Dios (“fiad de su bondad, que nunca faltó a sus amigos”) y gozaran de su don: “puede traerle siempre [a Cristo] consigo y hablar con él, pedirle para sus necesidades y quejársele de sus trabajos, alegrarse con él en sus contentos y no olvidarle por ellos”. Él es el mayor bien que la religiosa castellana puede ofrecer a sus seres queridos: “este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes. ¿Qué más queremos de un tan buen amigo al lado, que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones, como hacen los del mundo?”.
Es la consideración de la amistad con Dios como garantía de la amistad con los hombres (“procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo”). En ella cifró nuestra Doctora de la Iglesia el meollo de su vida espiritual, pero también la clave de su magisterio universal, la oración, un “tratar de amistad con quien sabemos nos ama”.
¹Cf. RABENARIVO, Michel, “La amistad como camino de perfección cristiana en Santa Teresa de Jesús” (presentación de tesis doctoral el 4 de abril de 2017, en la Facultad de Teología de la Universidad de Burgos, España), en https://delaruecaalapluma.wordpress.com/2017/04/09/
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