(JCR)
Conozco un cura ugandés que en el año 2004 vivió durante algunos días el mayor temor de su vida: perder las manos. El padre John Peter Olum, de la diócesis de Gulu, fue uno de los muchos miembros de aquella Iglesia que entre los años 1986 y 2007 vivió en su propia carne los sufrimientos causados por la guerra entre los rebeldes del Ejército de Resistencia del Señor (LRA, en inglés) y lo soldados gubernamentales. Hoy, el domingo del Buen Pastor en el que la Iglesia recuerda las vocaciones de los países llamados de misión, merece la pena relatar su testimonio que yo viví muy de cerca.
John Peter Olum fue ordenado en el año 1986, justo cuando empezó la guerra. Desde aquel año siempre trabajó en parroquias situadas en zonas peligrosas. En la última de ellas, Puranga, situada en el medio de un campo de desplazados, todos los días por la tarde el religioso organizaba el rezo del rosario por la paz. Nunca quiso abandonar a aquellos miles de personas que veían en él un signo de la presencia de Dios en medio de aquella desesperación, a pesar de que en cinco ocasiones los rebeldes atacaron la casa donde vivía y arramblaron con todo lo que encontraron. Recuerdo muy bien las muchas veces que se presentaba en la parroquia donde yo trabajaba entonces, Kitgum, bien entrada de noche, con su destartalado vehículo en el que traía a personas enfermas y heridas para ser tratadas en el hospital, circulando por carreteras por las que ni la mismísima Cruz Roja Internacional se atravía a ir.
El 20 de diciembre de 2004 quedará para siempre grabado en su memoria. Ese día se dirigía en coche a una de las capillas de su parroquia para preparar a la gente ante la proximidad de la Navidad. Cuando llevaba pocos kilómetros recorridos, unos disparos de fusil impactaron en el vehículo, haciéndole detenerse. Varios guerrilleros del LRA emergieron bruscamente de la maleza y, tras llevarse las pocas pertenencias que pudieron encontrar en el coche, se dieron a la fuga. Cuando el padre Olum quiso darse cuenta, tenía las manos ensangrentadas y no podía moverlas. Tras ser operado de urgencia esa misma tarde en el hospital de Lachor, en Gulu, le encontré por la noche en su habitación y me confió la mayor preocupación que le atormentaba, más allá del dolor físico: “Si pierdo las manos, ¿cómo voy a celebrar la Eucaristía?”. Era lo único que le preocupaba.
Nunca olvidaré la alegría de su rostro cuando, unos cinco días después, con tres dedos menos y una movilidad muy reducida, pudo por fin celebrar la misa de Navidad en su cuarto, rodeado de algunos de sus feligreses, que se habían desplazado desde Puranga para acompañarle. El padre John Peter ha pasado, desde entonces, por cinco delicadas operaciones, que han conseguido que recupere algo la movilidad de sus deformados miembros. Hoy es capellán del hospital de Lachor y confiesa que su condición le ayuda a estar más cerca de los enfermos con los que ejerce su ministerio sacerdotal, una actividad a la que seguramente seguirá dedicando el resto de sus días.