Tengo la inmensa suerte de contar con muchas amistades entre el mundo de la docencia. La mayoría son gente vocacional y entregada a la enseñanza. De otra forma, no entendería que hubieran optado por esa opción profesional. Siempre he admirado a todo docente que se encierra en una clase con un nutrido grupo de alumnos. Tanto si son pequeños como adolescentes, pues todos tienen su afán.
Recuerdo mi etapa escolar y recapacito sobre lo que ha cambiado el trato entre maestro y alumno desde entonces. Y ya no digamos en el bachillerato. Cuando veíamos aquella película que aquí se tituló ‘Rebelión en las aulas’ (1967), con Sidney Poitier en el papel de abnegado profesor, pensábamos que eso solo podría ocurrir en la periferia londinense, pero no aquí, en España, donde el principio de autoridad seguía vigente, siendo todavía en ese tiempo norma de obligado cumplimiento.
Pero el problema al que se enfrentan ahora los docentes no es de disciplina sino de salud. La irrupción de la pandemia del coronavirus obligó a la suspensión de clases y al cierre de colegios en marzo de este año. El curso se acabó como buenamente se pudo, no sin esfuerzo denodado por parte del profesorado y alumnado para adaptarse a los ‘nuevos tiempos’. Sin embargo, las perspectivas para el ejercicio que ahora debería iniciarse en septiembre no son nada halagüeñas, a raíz de los brotes y rebrotes que se están produciendo en muchas de nuestras localidades.
Es evidente que nuestro sistema educativo, hoy por hoy, no está preparado para hacer frente a una enseñanza ‘on line’ generalizada, por lo que la opción presencial sigue siendo la más firme alternativa. Ello genera lógica preocupación entre padres y madres, muchos de los cuales preferirían un aplazamiento del inicio de las clases. Y, por supuesto, también entre el profesorado, ubicado en la primera línea en este caso como personal de riesgo. El problema es que, a estas alturas, no hay todavía un protocolo que marque unas pautas concretas y precisas sobre cómo se ha de funcionar en los colegios e institutos. Y que el Ministerio y los gobiernos autonómicos sigan negociando sobre una cuestión tan fundamental. Escalonar las clases, ampliando el horario lectivo con grupos reducidos y de convivencia estable -grupos burbuja, se les denomina-, es una posibilidad ya apuntada por las autoridades sanitarias de cara a evitar contagios, reforzando la prevención y la profilaxis.
Parece claro que la apuesta por las clases presenciales es firme y decidida, “para que todos los alumnos jueguen en la misma liga”, como se ha apuntado incluso desde Naciones Unidas. Pero no a cualquier precio, habría que añadir. El mes próximo podríamos encontrarnos con 17 formas distintas de comenzar el curso en las otras tantas comunidades autónomas españolas, lo que no parece muy de recibo. Poner en riesgo a cientos de miles de profesores y alumnos sin las medidas oportunas resulta del todo temerario. Las normas en los comedores, las salidas al patio, las actividades extraescolares, la adaptación del temario o cuestiones tan básicas como la utilización del material común y su desinfección, son aspectos que se tendrían que precisar con suma exactitud para evitar males mayores. Se hace necesario y urgente aclarar todo esto por lo que nos estamos jugando y porque, como dijo el clásico, cuando se está en medio de las adversidades, ya es tarde para ser cauto.