Su Alteza Real el Príncipe Carlos de Gales tiene en su penoso historial más de una metedura de pata. Y de las gordas. A este hombre, desubicado de la Historia y desenfocado de lo que puede ser su misión en la vida, le dio desde joven por pintar acuarelas y -desgraciadamente para los arquitectos y para el mundo en general- por amar la arquitectura. Pero no ama la arquitectura. Ama una imagen romántica y falsa de una cierta arquitectura waltdisneyana y harrypotteriana en un mundo que nunca existió, y que nos transporta a un falaz siglo diecinueve, a la dulce y deliciosa Inglaterra que contó Charles Dickens. Qué hermoso: Hospicios que matan de hambre a sus alojados, rateros que roban bolsillos en la calle, estafadores, borrachos, usureros, mujeres apaleadas. ¡Qué bonito! ¡Qué belleza sin par!
En sus manifiestos por una arquitectura imposible y anacrónica proliferan los atardeceres, los miradores en fachadas de piedra, las cubiertas de brezo, los puentecitos sobre arroyos cristalinos... Este señor quiere que todos vivamos en una acuarela de las que él pinta.
Acuarela pintada por el Príncipe Carlos
El príncipe pinta unas acuarelas malísimas, que no se sostienen, que no se pueden mirar sin bochorno. (Lo siento, yo nunca me habría metido con él; allá cada cual; le habría dejado en paz pintando sus chorradas si él no se hubiera metido conmigo y con todos los arquitectos). Es -ay, no quería decirlo- aún peor pintor que Hitler, (que también era arquitecto aficionado; ay, Señor, qué cruz).
Acuarela de Adolf Hitler
Es patético ver los afanes de esta gente pretendiendo ser artistas sin tener ni la más remota idea de lo que significa ser artista, ni importarles un pimiento el arte, y confundiendo el culo con las témporas en una vaga ensoñación romántico-mística que no es de temer en un empleado de banca ni en un notario jubilado que pintan en los fines de semana, pero que resulta terrible en alguien que tiene poder para meternos a todos los demás, a la fuerza, esas imágenes deformadas de la realidad y esa forma enfermiza de vida.
El Príncipe Carlos pinta acuarelas desde joven
Sí, es muy bonito sentirse pintor, sentarse en una silla plegable, con uno de los perros a los pies y con unos cuantos lacayos siempre a mano por si te apetece un piscolabis o que te traigan agua limpia para la acuarelita.
(Por supuesto, el papel es el más gordo y más caro que haya en el mercado, los pinceles son de pelo de marta, y el agua es mineral, baja en sodio. Todo es lo mejor de lo mejor para pintar esas memeces).
Y el príncipe pinta palacios, naturalmente, pero también pintorescas casitas en las que imagina unos habitantes idílicos que, incluso sin calefacción, sin trabajo y sin subsidio, glorifican la entrañable vida británica y glorían la humedad que se filtra por esas bonitas pero desvencijadas ventanas de madera y por ese hermosísimo tejado de paja podrida que no tienen dinero para arreglar.
Pinte, príncipe; pinte Su Alteza Real nuestra bella miseria y nuestras simpáticas casas sabañonógenas. Pinte usted este rozagante color rojo de nuestras caras, ateridas de frío, y las hermosas columnas de humo que salen de nuestras chimeneas, ahumando nuestro cuartodeestarcocinadormitorio. Pinte, Alteza. Pinte, pero haga el puñetero favor, ya que no nos ayuda, de estarse calladito.
Acuarela del Príncipe Carlos
Porque este amante de la arquitectura que no sabe nada de arquitectura y que parlotea sobre ella sin haber pensado ni durante un segundo en toda su vida en los problemas reales de la arquitectura, en sus presupuestos y objetivos, en su misión y su función, se cree que la arquitectura es un mero decorado teatral, un motivo de fondo para sus insulsas acuarelas, y nada más. Siempre ha odiado la arquitectura moderna, que le resulta inhumana, cruel, fría y geométrica, y tan difícil de acuarelar. Quiere que todos vivamos en casas de madera o de piedra, y nos desplacemos en carros de caballos.
Claro que sí: Tampoco son buenos los hornos microondas ni las placas vitrocerámicas. Es mucho mejor tener una plantilla de cocineras que nos hagan la comida en horno de leña y en fogón de paja, y nos la suban al comedor a su temperatura justa y en su adecuado grado de cocción.
Y, naturalmente, que el agua de nuestro baño sea calentada con fuego de leña, y que nos la suban en jofainas una buena media docena de lacayos, perfectamente sincronizados para que el abastecimiento sea continuo y homogéneo. No es desdeñable que mientras nos bañamos nos entretenga un cuarteto de cuerda tocando piezas como mucho-mucho del barroco, pero mejor de los siglos XIV o XV, que estresan menos.
Eso es vida, nos dice el príncipe. Pues va a tener razón.
Mientras tanto, nos desaconseja vehementemente que admitamos en nuestras miserables y aborrecibles vidas la perniciosa arquitectura moderna y el aún más pernicioso urbanismo moderno. ¿Urbanismo? ¡Qué atrocidad! Dese a cada unidad familiar una pradera de diez hectáreas para que edifique su casa, y otras tantas de bosque, y otras de huerta, para que así la vida sea más armoniosa y encantadora.
Pues a sus órdenes, mi alteza. (Digo: Su Alteza).
Este iluminado ha vuelto a decir a los británicos lo que deben hacer. Esta vez en forma de decálogo. (Tengo entendido que no tiene poderes efectivos, y que su madre está siempre en un sinvivir con las ocurrencias del nene, haciendo el quite, pero ya veréis cuando la reina fallezca y este pánfilo llegue al trono).
¿Quién se ha creído que es para hacer un decálogo sobre arquitectura? ¿Desde qué autoridad moral lo hace? ¿Desde qué conocimiento, desde qué experiencia, desde qué talento, desde qué formación, desde qué sabiduría nos dice a los demás lo que tenemos que hacer en esa materia? ¿Pero usted quién es? ¿Pero usted quién coño se ha creído que es?
El decálogo es este (traducción mía) (*).
1.- Los desarrollos deben respetar la tierra.
(Hombre, sí. Naturalmente. Otra cosa es entender qué es eso de respetar la tierra. En todo caso, cuanto menos desarrollo más respeto).
2.- La arquitectura es un lenguaje, con reglas gramaticales.
(Yo creo que la arquitectura tiene lenguaje, pero no es un lenguaje. La arquitectura no se reduce a lenguaje. En todo caso, veamos esas reglas).
3.- La escala es la clave. Los edificios deben referirse a las proporciones humanas.
(Pufff. Con estas máximas vamos camino de redescubrir el Renacimiento. Pero bueno, vale. No construimos para ballenas ni para hormigas: La arquitectura siempre tiene relación con la escala humana. Hasta los más altos rascacielos tienen cada planta y cada dependencia a escala humana, y los peldaños, ventanas, picaportes, etc, están al servicio de los seres humanos, que los usan con normalidad).
4.- Armonía. La imagen de cada edificio debe estar en sintonía con sus vecinos.
(Alteza: Eso no es armonía. Eso es uniformidad, rigidez, dictadura... y falsificación del edificio nuevo cuando los del entorno responden a otra época, a otras exigencias, y a otras técnicas y condiciones. Además, es respetar lo que ya hay sólo por el hecho de que ya está ahí. Es hacer un mimetismo falso e irreal con el que ha llegado primero, aunque ahora eso no sea útil ni práctico. Pero claro, estamos hablando "sólo" de imagen, de aspecto, de vestidura. Hasta ahora todos los preceptos tratan solamente sobre la imagen).
5.- Hay que evitar las agrupaciones irregulares (jagged clusters) creando recintos bien diseñados.
(Miedo nos da a todos ese "irregulares" y ese "bien diseñados").
6.- Usad los materiales locales de construcción y los estilos tradicionales.
(Ah, amigo. Ya salió. Estupendo. Pues ya sabe, Alteza: Si en algún momento siente fiebres, mareos y debilidad use siempre los remedios tradicionales: Tome tisanas y aplíquese sanguijuelas).
7.- No os excedáis con el uso de señales, luces e instalaciones.
(Claro: Caminemos a oscuras por calles bellamente encharcadas, y no tengamos esos horrorosos cajones para el aire acondicionado, ni cuadros de contadores de gas ni esas cosas que en siglos anteriores no existían. Ya lo dije antes: Suban los lacayos con jofainas de agua calentada al fuego).
8.- Haced que prevalezcan los peatones en el derecho a usar las calles, antes que los coches.
(Otra vez un bello brindis al sol. En determinadas zonas sí, por supuesto, pero como principio general es inviable y absurdo).
9.- No recurráis a los bloques altos en torre, que alienan y aíslan.
(Ya lo creo: Aíslan del frío, de la humedad, del ruido... y producen un confort que podría tacharse de demoníaco y -aun peor- de antibritánico. Ya se ha hecho el cálculo de extender sobre el territorio, en casas unifamiliares, toda la población de una torre. Con gran daño para el territorio. Además, todos sabemos que en un urbanismo extensivo los servicios públicos son mucho más caros y funcionan mucho peor. ¡Ah, que a este señor también le molestan los servicios públicos!).
10.- Tratad de no ser demasiado convencionales. La flexibilidad es la clave para lograr todo lo anterior.
(Ahí me ha matado. Esto se contradice con los puntos 4, 5, 6... ¡con todos! Ah, ya lo pillo: Estamos hablando de pintoresquismo, de variedad ma non troppo, de eso tan bonito y tan franquista de "variedad dentro de la unidad", de que la cosa quede graciosa, con esquinitas y torrecitas, y tejados a varias aguas. Ah, claro).
Añado que estos diez mandamientos se resumen en uno: NO ME JODÁIS LA ACUARELA.
Pues, Señor, con todos mis respetos: DEJE DE PINTAR ACUARELAS Y ESTÉ A LO QUE HAY QUE ESTAR, (sea eso lo que sea, en su caso).
(*).- Es traducción mía, pero con ayuda parcial de mis amigos mapila y Ray, que no son responsables del resultado final y a quienes, por cierto, no sé si les gustará esta entrada: Me temo lo peor.
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