Revista Cultura y Ocio

El décimo hombre

Publicado el 26 diciembre 2025 por Rubencastillo
El décimo hombre

Treinta prisioneros franceses se hacinan en una celda, como rehenes de los nazis. Y un anochecer se les comunica una terrible noticia: tres serán fusilados al alba. Ellos mismos deben elegir quiénes formarán ese trío. El azar determina que uno de los desafortunados sea Jean-Louis Chavel, un rico abogado cuya cobardía lo lleva a pronunciar una frase tentadora y terrible: está dispuesto a donar todos sus bienes (dinero, propiedades) a quien acepte morir en su lugar. El joven al que llaman Janvier (y que realmente se llama Michel) acepta, para que su hermana y su madre abandonen la pobreza. Y el trueque se rubrica mediante la redacción de un contrato rudimentario y la firma de un testamento.

Así arranca la propuesta novelística que Graham Greene nos coloca ante los ojos con el título de El décimo hombre, que leo en la traducción de Jaime Zulaika. Ese inicio cenagoso y perturbador adoptará otros ropajes cuando Chavel (que ahora ha conmutado su apellido por el de Charlot) retorne a sus posesiones de St. Jean de Brinac. ¿Lo mueve el afán de recuperación? No exactamente. Más bien se trata de una maniobra lánguida, que le permita observar de cerca su antiguo hogar, que ha permanecido más de dos siglos en manos de su familia y que ahora pertenece a las Mangeot (la madre y la hermana de Michel). Thérèse, que todavía es muy joven y que odia profundamente a Chavel por el trato indigno que sugirió a su hermano, ofrece a Charlot un puesto como sirviente en la casa. Y él lo acepta, quizá porque necesita sentirse de nuevo protegido entre sus paredes de infancia; quizá porque aspira a hacerse perdonar; quizá porque servir como criado en la casa que fue suya pueda ser considerado una forma de expiación.

Durante unas semanas, todo se mantiene en ese delicado equilibrio, hasta que unos nudillos golpean la puerta en medio de la noche y el intruso que reclama su apertura diga llamarse Jean-Louis Chavel.

Gran reflexión sobre las decisiones equivocadas, sobre la culpa, sobre el rencor y sobre la ceguera voluntaria, que Greene nos sirve en forma novelística, rematada con una secuencia prodigiosa: cuando el protagonista, moribundo, está firmando su último papel, escribe “Jean-Louis Ch…” y ahí se detiene. Quizá porque ya ni siquiera sabe cuál es su nombre real. Quizá porque ya ni siquiera sabe quién es.


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