Julián Simón, el tuerto, marinero viejo, parlanchín y exagerado aprovechó la ocasión para contar al numeroso corrillo de desocupados que allí estábamos que, siendo él joven, había trabajado en el puerto de Guayaquil en una taberna por donde pasaba lo peor de los siete mares:
–Buscavidas, aventureros, fanfarrones, huidos de la justicia, intrigantes y herejes de todo el Nuevo Mundo –decía el tuerto con voz lúgubre mientras observaba de reojo si por casualidad andaba cerca el sacerdote–, no quieran imaginar vuesas mercedes la hez que abarrotaba aquel antro en el que fui testigo de sangrientas reyertas, fiestas tan obscenas que escandalizarían a un romano y de historias terroríficas y tan fantásticas invenciones que un vate no las narraría mejores.
Por eso andaba siempre con el oído presto, y una noche, cercana ya la hora de cerrar, escuché a un pordiosero con la piel más cuarteada que una charca reseca y la voz ronca por los muchos tragos de aguardiente que llevaba encima, que pugnaba con otros parroquianos por entregarles, a cambio de unos maravedíes con que continuar bebiendo, una reliquia que guardaba en su bolsa, por lo demás vacía. “¿Qué cosa esconde ahí que vale una ronda del buen vino de este tabernero?”, preguntaban sus acompañantes, que no estaban dispuestos a comprometer un ochavo por la patraña de un borracho, “muéstrela de una vez u olvídese voacé de seguir bebiendo a nuestras costillas”. Mas no quería ceder el pordiosero y pedíales la gracia de refrescarse antes el gañote con un cuartillo de vino. “Tengan paciencia, le decía, que luego les enseñaré la reliquia”. Pero no logró convencerlos, ni picar su curiosidad, así que optó por sentarse en un rincón mientras los otros trasegaban de sus jarras y conformarse con mirar cómo las llamas de las bujías dibujaban sombras en las paredes. Al rato fuéronse todos y quedamos nada más que el pordiosero y yo, que al pronto parecióme dormido, recostado en el sillón y resoplando como un asno. Pero o no dormía o al poco tiempo despertó porque dio en acercarse al mostrador en demanda del vino cuyo pago habría de ser el saquete de cuero ajado y percudido que antes había ofrecido a los parroquianos. Picado por la curiosidad, le serví un cuartillo bien sobrado del vino más infame que tenía, que en su estado era necedad ofrecerle algo mejor. Abrí la bolsa ante su mirada socarrona y encontré dentro unos cuantos huesos viejos y amarillentos que, en tiempos, debieron formar parte de algún dedo. Sentíme burlado y al punto, cargado de justa cólera, eché mano a la jarra para retirarla de la tabla, cuando el pordiosero me contó que no era un simple dedo. “¿Ah, no, es acaso el dedo de un rey?”, le pregunté. “No andáis tan desencaminado, señor tabernero”, me respondió, echándome en la misma cara el aliento a vino rancio, “son los huesos de un pobre marinero que fue comido por un rey”. Aquel borrachuzo debió leer la sorpresa pintada en mi rostro.
Y dicho aquello, Julián Simón movió su único ojo para ver el efecto que su historia causaba en la concurrencia.
–Cogió la jarra de mis manos flojas –prosiguió Simón–, que la dejaron escapar y fuese con ella a su mesa en el rincón. Bebió dos largos tragos a bocajarro y, tras soltar un buen eructo, me contó que había sido marinero en la flota con que don Álvaro de Mendaña y Neira había ido a descubrir las islas Salomón.
El tuerto Julián Simón volvió a hacer una pausa, reflejando en su único ojo la alegría de ver despuntar el terror en algunos semblantes.
–Don Álvaro de Mendaña –repitió−. ¿Por ventura les suena a vuesas mercedes? El mismo Adelantado que nos mandó venir aquí. Aquel pordiosero me contó que habíanse perdido en una de las islas y que fueron atacados por los indios, que se defendieron bravamente y lograron escapar todos menos uno, refugiándose en una cueva en el acantilado desde donde escuchaban las danzas de los salvajes en la playa y los pavorosos gritos de su compañero mientras lo cocían, unos gritos atroces que helaban los corazones. Al día siguiente vieron aparecer uno de los galeones y pudieron salvarse, pero del compañero sólo hallaron unos pocos huesos mondos y lirondos. Fíjese voacé, me dijo, que aún pueden verse las marcas de los dientes en las falanges.
Se detuvo y nos señaló con un dedo acusador:
–Esos son los indígenas que hemos venido a combatir. Guárdense vuesas mercedes de ser capturados vivos porque les aguardará el mismo espantoso final.
Una dama de muchos amantes, que allí estaba en el corro, habíase llevado las manos a los ojos como queriendo tapar con ellas las terribles imágenes que se habían formado en su magín.
–¿Y dónde está el dedo? –preguntó otro.
–Ah, el dedo. Tenemos entre nosotros a un apóstol Tomás, que necesitó meter el dedo en la Santa llaga de Cristo para creer en ella.
Esta salida del tuerto Simón provocó las risas de todos, pese a que él lo hubiera dicho completamente en serio.
–Sepa voacé que el dedo se lo llevó el pordiosero, pues cuando terminó de beberse la jarra acercóseme clavando en mí la mirada fija de sus ojos brillantes y, señalando los huesos con su índice tembloroso, me advirtió que el trato había sido sólo por verlos y escuchar su historia, pues eran los únicos restos mortales de su camarada. Aún así, estaba dispuesto a separarse de ellos por un ducado de oro. ¿Un ducado de oro? Le dije que no: ni por una astilla de la santa cruz lo pagaría. Así que los recogió, fuese y jamás volví a verlo ni a saber de él.