3… 2… 1…
Condensador de fluzo… fluzeando
Esta vez el DeLorean no va a ir muy lejos en el tiempo y se parará en 1995. Año en el que se estrenó uno de los mejores melodramas románticos de las últimas décadas. Yo nunca me he considerado una amante de este género, no me suele gusta “la lágrima fácil”. Pero esta película tiene “un algo” que te engancha desde el minuto uno y no te deja ir hasta los títulos de crédito. Una historia de amor protagonizada por dos personas adultas y maduras y con el tipo duro del cine por excelencia tras la cámara (y delante de ella). Hablo nada más y nada menos de Los Puentes de Madison. Y de Clint Eastwood, claro.
La apacible pero anodina vida de Francesca Johnson, una ama de casa que vive en una granja con su familia, se ve alterada con la llegada de Robert Kincaid, un veterano fotógrafo de la revista National Geographic, que visita el condado de Madison (Iowa) para fotografiar sus viejos puentes. Cuando Francesca invita a Robert a cenar, un amor verdadero y una pasión desconocida nacerá entre ellos.
Aún recuerdo la primera vez que la vi entera. Si bien es cierto que hasta entonces había visto “trozos” sueltos de la película, nunca la había podido disfrutar de principio a fin. Me iba de viaje –a Italia, curiosamente, patria del personaje de Meryl Streep- y estaba haciendo la maleta. No hace falta que os diga que cuando acabó la película, la maleta seguía tan vacía como 135 minutos antes, mientras que mis ojos estaban empañados y mi mente sólo se hacía una pregunta: “¿Por qué, Francesca? ¿Por qué no abriste la puerta del coche?”
No esconderé mi absoluta admiración por el cine de Clint Eastwood. Me gusta su estilo, siempre partiendo de historias aparentemente simples y pequeñas, pero cargadas de reflexión y rodadas con gran sutileza y sensibilidad. Y esto es lo que pasa con Los Puentes de Madison. Eastwood coge el bestseller de Robert James Waller y lo convierte en una película en la que sobran las palabras. La grandeza del amor entre el personaje de Francesca y el de Robert lo sentimos no a través de sus palabras, si no de sus miradas, sus gestos, sus silencios. Y no sólo eso, el espectador es testigo de momentos aparentemente cotidianos, pero que se encuentran cargados de un erotismo desbordante. Sólo hay que recordar la escena en que Robert y Francesca están preparando la comida, pelando zanahorias, y él se cruza con ella, rozándola. La electricidad entre ellos dos llega hasta el sofá de casa y de repente, la zanahoria te parece la hortaliza más erótica de todos los tiempos.
Eastwood es un tipo de cineasta que le gusta jugar a la interpretación, que prefiere que sea el espectador el que lea entre líneas. Quizás por ello, no es una película en la que encontremos grandes frases de amor, ni siquiera se pronuncia un “te quiero” en su forma más común y millones de veces repetidas. Eso no quiere decir que los protagonistas no expresen también oralmente sus sentimientos. De hecho, en una discusión entre ellos hacia el final de la película podemos ser testigos de uno de los diálogos más rotundos en este sentido.
R: No quiero necesitarte
F: ¿Por qué?
R: ¿Por qué? Porque no puedo tenerte
Aunque si hablamos de escenas rotundas, posiblemente no encontremos en nuestra memoria una secuencia que diga más sin oírse ni una sola palabra. Esta escena se podría dividir en dos partes. La primera nos sitúa a Francesca dentro de la furgoneta mientras espera a su marido. Fuera, bajo la lluvia, se encuentra Robert de pie, quieto, mirándola fijamente. Es un último “vente conmigo”, un intercambio de miradas y sonrisas que se acaban traduciendo en una despedida. La segunda escena es la más icónica de la película y es imposible de olvidar. A título personal, una de las mejores escenas de la historia del cine. Francesca con la mano en la puerta, a punto de salir del coche, y delante la furgoneta de Robert, con el intermitente. Y ella dudando hasta el último momento, casi atreviéndose a dar el paso. Pero mejor os dejo el vídeo. Ninguna descripción le haría jamás justicia a esta escena.
La música, en su mayoría composiciones a piano suaves y delicadas, acompañan la historia de Francesca y Robert de una forma deliciosa. Su autor es Lennie Niehaus, un habitual en las bandas sonoras de las películas de Eastwood. En el apartado de premios, y como ha sido bastante habitual (por desgracia) en la carrera de Clint Eastwood, la película fue una de las grandes olvidadas de los Oscars, dónde sólo fue nominada Meryl Streep por su labor como actriz. Pero el tiempo poco a poco pone a cada uno en su lugar y ha convertido a Los puentes de Madison en una historia atemporal y universal, que habla de sentimientos, sobre todo de aquellos que no se cuentan y que se guardan para siempre en el corazón. De “esa clase de certeza que sólo se presenta una vez en la vida”.