Solo
Uno siempre tiene una visión contaminada de sí mismo. La malogra la experiencia, la travesía de los años, la irrefutable convicción de que no tenemos nada más a mano y de que muy difícilmente habrá algo a lo que amemos más salvo (estoy completamente seguro) a los hijos. Dicen que para amar a los demás hay que empezar por uno. No tengo en eso duda alguna. Me quise ya de pequeño y ahí ando, a la chita callando, concediéndome los placeres que puedo y cuidando de que nada malo ni nada de lo que pueda arrepentirme me pase. Discreto en ocasiones, nada o muy poco sutil la mayoría, me manejo estupendamente en el oficio de no aburrirme y abro y cierro puertas según me conduzcan o no a donde sé que me voy a encontrar el placer primario, la esencia del asombro, el disfrute de lo que me apasiona.
Fabulando
No sé si me conozco porque las cosas van cambiando y lo que ahora se ataja y se domina mañana es una sustancia huidiza a la que apenas sabemos dar nombre. A pesar de toda este lecho de fragilidad con el que sirvo mi persona sé bastante de mí y se algo de los demás. La paradoja con la que me he levantado esta mañana es que no conozco casi nada al yo que escribe. Al que fabula. De ése no tengo información fiable. Incluso sospecho que es otro y que ahora mismo no tengo claro quién de los dos está a la vista. pero suele pasar que pierde mi parte rutinaria, la que va al pan y sale de paseo, la que se viste para ir al trabajo o guarda las cosas de la compra en la alacena. Gana el capitán Ahab a la caza de su bestia blanca. Gana el letraherido, el enviciado de historias, el que expresa su sencillo deseo de vivir de lo que escribe, aunque trabaje en lo que me gusta y de esa actividad pague los recibos habituales. La cabeza ociosa liba donde no debe. Hay en el mundo asuntos que requieren atención de la buena y no este precipitado casi libidinoso de mi intelecto, el que haya, vamos. Cuando el demonio no tiene nada que hacer con el rato mata moscas.
