Revista En Femenino
Con extraordinario estupor, descubrí, en la parada del autobús, que un agujero enorme se había adueñado de una de mis muelas... ¡Dios mío, espera! si pasaba la lengua por la muela justo enfrentada a la agujereada, podía meter la punta en otro pedazo de hueco. Estoy segura de que si me hubiera visto desde fuera me hubiera horrorizado de las muecas y caras extrañas que iba poniendo mientras la lengua dentro de mi boca viajaba de uno a otro diente, de una muela a la otra, para comprobar el estado de cada una de las piezas dentales que pueblan el interior de mi cavidad bucal.
Toda mi vida, de repente, pasó por delante de mí, con sus buenos y malos momentos. Un sudor frío me invadió y sentí que las piernas se me volvían gelatina: ¡¡Tenía que ir al dentista!! Unos tienen fobia a las arañas, otros a la oscuridad, incluso, hace poco, leí que un famoso lo tenía a los percheros, pero no recuerdo quién era... pero no nos desviemos, yo tengo fobía a los dentistas. De ahí mis agujeros de empastes saltados hace tiempo y no arreglados. Por suerte, la naturaleza me dotó de una fuerza dental maravillosa y no he perdido piezas ni a simple vista se nota que pueda tener algún problema por el que visitar al especialista. Me cuido, me lavo, le presto la atención debida, pero hace años que no voy al odontólogo, no lo soporto. Recuerdo mis últimas experiencias con endodoncias, empastes mal puestos, dolor, sufrimiento, clavitos que matan nervios, etc... y la sangre se congela en mis venas.
Pasaron dos autobuses y yo seguía urgándome, recreándome en el dolor que ese examen me provocaba. Finalmente, me tranquilicé y conseguí llegar, media hora tarde, eso sí, a mi trabajo. Una vez allí, una compañera cotilla me soltó nada más verme: "a ti te pasa algo, vaya cara de mierda que traes. Nena, te lo tengo que decir, deberías maquillarte mejor por las mañanas" Lejos de pegarle el puñetazo que en mi mente ya le había abierto la cabeza, me puse a llorar como una loca y a contarle mi problemón: ¡¡¡Tenía que ir al dentista!!! Ella me intentó consolar, me llevo a mi mesa de trabajo y, como buena cotilla, fue a expandir la causa de mi pesar por toda la oficina. A medio día tenía sobre mi ordenador cuatro postis con sus respectivos 4 números de teléfonos de reputados especialistas en esto de la boca.
Elegí uno al azar y, tras comer y meterme dos cervezas y un chupito de whisky para darme valor, marqué el número escogido. Me citaron para el día siguiente, a dios gracias, porque si aparezco esa misma tarde con el alcohol que había ingerido, posiblemente no les hubiera hecho falta ni anestesiarme.
Os voy a ahorrar el sufrimiento de conocer mis esfuerzos para llegar a la consulta, sólo decir que mi madre me acompañó hasta la puerta y una vez que me metió dentro, me puso en manos de una enfermera y corrió a curarse la mano que le había machacado agarrándome para no entrar. La enfermera, con disimulo, echó el cerrojo de la consulta y me situó en un lugar de la sala de espera que ella podía controlar desde la centralita.
Cuando me llegó el turno de entrar, la amable chiquilla me empujó todo lo fuerte que pudo y me metió en la habitación donde reinaba el sillón del horror, con todos esos aparatos creados en la época de la Inquisición española, todos ellos perfectamente diseñados para hacer sufrir. De repente, me veo sentada (no me preguntéis cómo, porque no lo sé) y frente a mí aparece un hombre que parecía sacado del mismo olimpo de los dioses. En serio, no se podía ser más masculino, destilar más testosterona, tener unos rasgos más masculinos, unos rizos negros perfectamente adecuados, un cuerpo más masculino... ¿os he dicho ya que me pareció muy masculino? Era el dentista... Y en ese momento sí que tuve miedo. Con mis casi 40 años, tengo perfectamente claro que un hombre así sólo puede hacer daño... y encima era dentista, era como el colmo de los colmos. Un hombre tan guapo, que parece un ángel varonil, no puede traer nada bueno a una mujer de mi edad... y yo estaba, literalmente con sus manos en mi boca, con mi vida en sus manos.
Tras el primer amago de mordisco, consideró que era mejor intentar tranquilizarme antes de volver a meterme mano (en el mal sentido de la expresión) Me explicó que las cosas habían cambiado mucho, que ya no dolía nada de nada, que la cienca avanza que es una barbaridad... y cuando pensó que me había convencido, me arreó el pinchazo de anestesia. La verdad es que yo llevaba un tiempo embobada con sus ojos. Ni había escuchado lo que me había dicho, solo le veía mover los labios y me daban unas ganas tremendas de pegarle un bocadito y luego darle un beso de los de película.
De eso se aprovechó el bribón, cuando me quise dar cuenta, había acabado con la endondoncia y lo cierto es que no me había dolido nada de nada. No puedo asegurar si fue la anestesia o el flechazo, pero lo cierto es que estaba fenomenal.
Me levanté del sillón de la tortura y mi dentista, muy amable, me dijo que tenía que volver la semana que viene para terminar con el proceso. Me vine abajo, una cosa era que no me hubiera dolido, y que el doctor fuera como George Clooney en mejorado, pero no quería volver.
Arrastrándome llegué a la parada del autobús, y una vez dentro, y con gran estupor, ví a mi ángel odontólogo correr para coger el que se escapaba. Subió y se sentó a mi lado. Me sonrió. Hablamos durante todo el trayecto, hasta que yo me bajé antes que él. Y antes de irme, él dijo algo que me devolvió la ilusión por la próxima visita a la clínica: "cuándo tengas las muelas perfectas, estaría bien estrenarlas y celebrarlo cenando algo en algún sitio bonito, ¿no te parece?"