(A Emilio, por supuesto)
Samuel Goldwyn le timó mil dólares a Billy Wilder: No cumplió la promesa de pagarle dos mil quinientos extra si la película Bola de Fuego (cuya idea y guión habían sido suyos) tenía éxito.
-Mister Goldwyn, la película va muy bien. ¿Y mi dinero?
-¿Qué dinero?
-Los dos mil quinientos dólares que usted me prometió.
-¿Que yo le prometí qué?
-Me pagó siete quinientos, y me prometió otros dos quinientos si la película iba bien en taquilla. Y va como un tiro.
-¿Le pagué siete mil quinientos dólares por su guión? ¡Qué barbaridad! ¿Y dice que le prometí otros dos mil quinientos? ¿Tiene usted el contrato en que se dice eso? Cuando prometo algo lo hago por escrito. (If I promise, I promise on paper).
Wilder se enfadó mucho, y Goldwyn, que decía no acordarse de nada, después de discutir con él varias veces le acabó dando mil quinientos dólares para que se consolara, y aun esa cantidad se la pagó porque estaba encantado con él y quería que le propusiera más argumentos para hacer más películas lucrativas.
Le dijo que no dudara en llamarle cuando se le ocurriera alguna otra idea.
Que a Billy Wilder se le ocurriera una nueva idea cinematográfica era tan fácil y tan inevitable como que yo me coma algunos pares de torrijas si me ponen delante de una fuente llena de ellas. Así que al cabo de dos días Wilder estaba de nuevo llamando a la puerta de Goldwyn.
-Mister Goldwyn, creo que tengo una idea para usted.
-Cuente, cuente.
Pero Billy Wilder, en vez de lanzarse a contarle el argumento, le empezó a adular, diciéndole que no era una obra apta para un público patán, sino para gente selecta, y que sólo alguien tan culto como Goldwyn podría entender...
-Yo no soy culto, amigo, pero soy listo. Y soy un empresario con instinto. Yo quiero hacer una película que deje en la taquilla millones de monedas de níquel, y me da igual si salen de los bolsillos de los patanes o de los cultos.
-Sí, claro, por supuesto. Yo también conozco el negocio del cine. Pero en este caso habría que elevar un poco la mente...
Muy mosqueado por los rodeos del guionista, el productor le dijo con tono seco y perentorio:
-Vale, vale. Cuénteme la historia.
-Bueno, verá: Se trata de una película sobre la vida de Nijinsky.
-¿Nijinsky? ¿Quién coño es ese Nijinsky?
-Fue el pobre hijo de unos campesinos ucranianos...
-¿Ucrania? ¿Rusia? ¿UN RUSO?
-Bueno, sí. El Imperio Ruso. Un muchacho ruso hijo de campesinos que soñaba con convertirse en un bailarín...
-¿UN BAILARÍN? ¿DE ESOS DE BALLET? ¿CON SUS MALLAS Y TODO ESO?
-Sí, claro. Naturalmente. Un bailarín. Pero espere. Eso es lo de menos.
-Ya puede usted contarme una buena historia. Tiene que ser muy buena para que me trague todo eso -dijo Goldwyn bufando.
-Pues verá: Un día el gran Diaghilev descubrió a ese joven en la escuela de ballet. Fue una revelación. Imagine la escena... ¿Sabe usted quién era Diaghilev?
-Ni idea. Ni la más remota idea.
-Diaghilev era el mayor empresario del famoso ballet ruso. Vio al joven Nijinsky y se quedó fascinado. Y se enamoró inmediatamente de él.
-¿CÓMO? NO LE HE ENTENDIDO BIEN. ¡DÍGAME QUE ESA TAL DIAGHILEV ERA UNA MUJER!
-No, no. Era un hombre. Era uno de los más grandes...
-¡CÁLLESE, WILDER! ¿QUÉ MIERDA DE HISTORIA ES ÉSTA? ¿DOS HOMBRES? ¿DOS MARICAS? ¡CÁLLESE DE UNA VEZ! ¿CÓMO QUIERE QUE YO PRODUZCA UNA PELÍCULA ASÍ? ¡VALIENTE PORQUERÍA! ¡UNA PELÍCULA PORNOGRÁFICA PARA MARICAS! ¿SE HA VUELTO USTED LOCO?
Wilder intentó explicarle que no era nada de eso. Era mucho más que una historia de amor. Le explicó que Diaghilev convirtió a Nijinsky en la mayor estrella de ballet del mundo. Pero en una gira por Sudamérica Nijinsky se enamoró de una bailarina de la compañía y se casó con ella en Buenos Aires. Cuando le llegó la noticia a Diaghilev, que estaba en San Petersburgo, se puso como loco...
-¡BASTA! ¡BASTA! ¡DOS RUSOS! ¡UNO BAILARÍN A PELO Y A PLUMA! ¡EL OTRO MARICÓN CON ATAQUE DE CUERNOS! ¡BASTA! ¡VÁYASE!
-Pero Mister Goldwyn: Usted es una antorcha, usted es un faro y una guía para el cine mundial. Tiene usted que contar esta historia prodigiosa. Tiene usted que hacer esta gran película. Escúcheme: La verdadera historia es que Diaghilev amenazó a Nijinsky con destruirlo, y a partir de ahí comenzó su caída. Imagínese qué fuerza dramática: El gran bailarín se derrumba por culpa de quien lo alzó. El pobre Nijinsky terminó loco.
-¡LOCO! ¡ENCIMA LOCO! ¡NO ME EXTRAÑA! ¡COMO SIGA USTED HABLANDO VOY A TERMINAR LOCO YO!
-Fue internado en un sanatorio de Suiza, y llegó al convencimiento de que era un caballo.
-¡UN CABALLO! ¡VÁYASE! ¡VÁYASE, WILDER! ¡FUERA! ¡FUERAAAAA!
-Por favor, Mister Goldwyn, intente verlo cinematográficamente. Visualícelo: Nijinsky moviéndose como un caballo, galopando por el jardín del sanatorio mientras suena La Siesta del Fauno... Hay un inserto...
-¡COMO SI SUENA EL RONQUIDO DE SU PUTA MADREEEEEE! ¡FUERAAAAAA!
-Pero...
Entonces Samuel Goldwyn agarró un cenicero y fue haciendo un resumen dando golpes con él sobre la mesa:
-¡UN RUSO! -golpe- ¡BAILARÍN! -golpe- ¡MARICÓN! -golpe- ¡OTRO RUSO MARICÓN! -golpe- ¡EL UNO CORNUDO! -golpe- ¡Y EL OTRO LOCO! -golpe- ¡Y CABALLO! -redoble de golpes y amago de lanzarle el cenicero a Billy Wilder.
Goldwyn se había enfadado de verdad. Wilder se dispuso a abandonar el despacho. Pero cuando estaba en la puerta se volvió al productor:
-Está bien, Mister Goldwyn. Ya sé: Quiere usted una historia atractiva y con un happy end. No hay ningún problema. Podemos hacer que al final todo se resuelva en que Nijinsky no sólo cree que es un caballo, sino que además gana el derby de Kentucky.
La arquitectura se parece al cine en esto: Necesitamos a alguien que crea en nuestra historia y que ponga el dinero y el entusiasmo suficientes para llevarla a la realidad.
Con el argumento de Nijinsky se podría escribir una novela. Luego sería más o menos difícil (más bien más) convencer a un editor para que la publicara, pero al menos la novela estaría hecha. Su autor la podría reproducir y repartir (hoy podría colgarla en una web o en un blog) y podría intentar que alguien la leyera.
Tendría más o menos éxito; quizá ninguno; pero la obra estaría hecha.
Con el cine eso no es posible. Hace falta mucho dinero y muchas personas que crean en esa idea, que pongan lo mejor de sí mismas para hacerla realidad.
Con la arquitectura pasa lo mismo.
El arquitecto sólo puede trabajar por encargo, sólo puede hacerlo para otros. Y tiene que hacer lo que esos otros quieran. Para intentar llevar a cabo alguna idea suya tiene que convencer, tiene que seducir. Pero cuando no hay seducción uno se resigna y se pliega a lo que pida el cliente: Uno corre el derby de Kentucky intentando hacer el mejor papel posible.
Me contaron que el conde Güell visitaba las obras de su palacio y vio con disgusto unas columnas que interrumpían uno de los salones. Llamó a su arquitecto, Antoni Gaudí, y le dijo que no le gustaban; que prefería que el salón fuera diáfano y no tuviera aquellos estorbos. Le pidió que las quitara entonces, ya que aún estaban a tiempo porque no habían hecho el piso superior y aún no soportaban carga.
Antoni Gaudí, Palacio Güell, Barcelona
Gaudí se quedó mirando las columnas y luego a su mecenas y amigo con determinación. Se tomó unos segundos para decir al fin:
-Don Eusebi: Estas columnas son un diafragma y un filtro que matiza y cuela la luz, son una membrana, un sutil elemento de... unas columnas en las que se apoyan unos arcos parabólicos que... -buscaba qué decir-. Son tres columnas. Tres. ¿Ve usted la piedra pulida? ¿Ve cómo resbala la luz por ella?
-Don Antoni: No me gustan. No. No me gustan.
-¡Pero son tres columnas que representan a la Santísima Trinidad! Son un símbolo. ¡Todo el espacio de este salón gira en torno a ellas, como todos los seres vivos giramos en torno a Dios Nuestro Señor! ¡Son las Tres Personas! ¡El Espíritu Santo, que hizo concebir a la Virgen María! ¡Jesucristo, su hijo!
-... Mnnn...
-¡Son los tres Reyes Magos! ¡Son el uno y lo múltiple, el alfa y el omega, el todo, la esencia estructural de nuestra fe y de nuestra cultura!
-... Mnnn...
-Pero si no le gustan las quito.
Al final se quedaron, pero Gaudí ya estaba dispuesto a ordenar que las tiraran. Y a correr el derby de Kentucky.
Esta anécdota la escuché así y no sé cuánto tiene de cierta. Pero da igual. Lo que sí es cierto, y nos pasa a todos, es que constantemente estamos defendiendo nuestras ideas ante clientes a quienes no les gustan, y tenemos que recurrir a toda nuestra capacidad de convicción (si es que tenemos alguna) para defenderlas y para mostrarlas atractivas. Hasta que nos damos cuenta de que nos estamos metiendo en un callejón sin salida, y de que nunca vamos a llevarnos el gato al agua, y no nos queda otra que mandar tirar las columnas (y encima con buena cara y convicción), inscribirnos en el derby de Kentucky y correrlo lo mejor que podamos.
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