Quiero creer que el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, no se había fijado como objetivos prioritarios, cuando aprobó la reforma del mercado laboral, empobrecer al conjunto de la ciudadanía, ni tan siquiera condenar a millones de personas a la precarización, la inestabilidad y la inseguridad, pero lo cierto es que lo ha logrado. Su obsesión por defender los intereses de la patronal y obedecer los dictados impuestos por el mercado, nos convierten a todos en víctimas de una política económica reaccionaria y neoliberal, que lejos de crear empleo lo destruye, al tiempo que reduce las prestaciones sociales y consagra la desigualdad y la injusticia, con serias amenazas a la viabilidad de servicios públicos como la sanidad y la educación.
Vivimos tiempos convulsos, con una mayoría absoluta del Partido Popular, que terminará la legislatura reduciendo a cenizas los pilares de un incipiente estado del bienestar, que ha dejado de serlo cuando aún estaba en fase de construcción. Conozco a personas en mi entorno más cercano que hace dos años disfrutaban de un puesto de trabajo estable y un horizonte de desarrollo profesional prometedor, que hoy han agotado el desempleo, han puesto a la venta su vivienda y han buscado cobijo en el hogar familiar, donde conviven padres, hijos y nietos con la pensión de los más mayores. No es mi intención caer en la demagogia, pero ésta no es una realidad aislada.
Es un drama humano que no queremos ver porque nos duele, pero que está presente en nuestro día a día. Por todo ello, tengo la convicción plena de que el próximo 29 de marzo las personas progresistas, con conciencia social, acudiremos a una cita obligada en las calles de todas las ciudades del Estado. La huelga general no es sólo un derecho legítimo, reconocido en la propia Constitución; es también un modo de lucha y especialmente en situaciones críticas como la actual. La reforma laboral, impulsada por el Gobierno Rajoy sin diálogo ni negociación con las centrales sindicales, ni debate en las instituciones, constituye un atropello, que consolidará en el corto plazo un modelo de sociedad excluyente, en el que el capital y el mercado establecerán las reglas de juego en detrimento de las personas que tienen un empleo o aquellas que lo están buscando. La reforma laboral no es sólo un mecanismo legal para determinar el marco de relaciones entre la empresa y sus trabajadores. Es mucho más. Determina nuestro futuro e incluso condiciona conceptos como ciudadanía, bienestar y democracia.
Mariano Rajoy ha dado un paso hacia adelante para construir un Estado más dual e insolidario, en el que el poder y los recursos se concentran en quienes mueven los hilos del mercado y bien podemos llamar el capital sin “alma”. La flexibilidad, la inseguridad y los bajos salarios marcarán las vidas de las nuevas generaciones, que serán cada vez más vulnerables a la toma de decisiones ajenas a sus intereses y a sus propios derechos como ciudadanas y ciudadanos. La reforma laboral se suma así a los recortes en los servicios públicos, al copago en la sanidad o a la pérdida de calidad en la educación.
La derecha sabe muy bien manipular el significado de las palabras y disfraza todas estas actuaciones con términos como austeridad, que se asocia a valores positivos, o bien justifica sus acciones con afirmaciones como “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Es decir, por un lado nos hace responsables de la crisis y sus consecuencias y, por otro, reviste sus políticas de conceptos que generan y transmiten ideas de buena gestión, cuando en realidad ocultan perniciosas estrategias. Así se explica que la ciudadanía premie después con su respaldo en las urnas a quienes gestionan su voto en contra de sus derechos. La conclusión es evidente: hay razones sobradas para la huelga general y las hay todavía más para continuar con la movilización activa. Y entre todas ellas, una especialmente grave, que ha pasado desapercibida. El presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), Joan Rosell, reivindica ahora, en una vuelta de tuerca más del capitalismo neoliberal, “regular el derecho de huelga”.
Nos encontramos ante un nuevo eufemismo para ocultar un atropello democrático, que lesiona la propia democracia en un capítulo sustancial. Rosell entiende que una huelga general no puede paralizar el país y propone, por no decir “dicta”, una reforma que en caso de ser aprobada dejará a las trabajadoras y trabajadores sin un instrumento de lucha fundamental. Nos han inoculado el “virus” del miedo para neutralizar la crítica y la capacidad de respuesta. No nos rindamos.