La caída de Sagunto. Capítulo VII
Durante algún tiempo, mientras sanaba la pierna del Bárquida, disfrutamos de cierta tranquilidad en las defensas. El bloqueo permanecía, eso es cierto, impidiendo con su cerco que nadie pudiera entrar o salir de la ciudad. Pero también es cierto que se produjo una especie de tregua no pactada, un leve respiro necesario a la población que permitió la continuidad en las obras de fortificación interna con todos los brazos disponibles.
Pero sólo se trató de eso, de una especie de calma fingida que antecede a la tormenta. Cuando el combate se reanudó, la tempestad púnica fue, si cabe, más violenta y encarnizada que en las ocasiones anteriores.
Hipogeos Judíos. Tras la cuesta del Teatro y a los pies del cerro donde se asienta el castillo, estas cavidades se han interpretado como hipogeos judíos de época medieval. No existen estudios objetivos que lo corrobore. Entorno del Castillo de Sagunto. Sagunto, Valencia.
En un principio parecía como si Aníbal hubiese desistido en su empeño de atacar la zona de acceso a la ciudad en continuas oleadas. En su lugar, había obligado a su ejército a que avanzara por las pendientes pronunciadas del cerro hasta aproximar los arietes bajo el cobijo de los manteletes. El cartaginés seguía haciendo valer su superioridad numérica, lo que forzaba, constantemente, a Balcaldur a dividir sus fuerzas hacia posiciones cada vez más distantes unas de las otras. Por esas fechas, la población civil ya habíamos dejado de ser una mera opción en el conflicto, un recurso más con el que contar. Con el transcurso de las semanas nos habíamos convertido en pieza clave dentro de la defensa efectiva de Arse. Aun así, éramos incapaces de proteger cada uno de los rincones del recinto.
A pesar de las dificultades que presenta el propio terreno donde se asienta Arse, las vineas púnicas lograron alcanzar varios puntos de las murallas, allí mismo donde las defensas parecían mostrarse más débiles. Los arietes que resguardaban en su interior comenzaron a machacar, golpe a golpe y de manera sistemática, nuestros muros.
Torre del periodo republicano (Siglo II a.C.) Adherida a la muralla del Castillo por su zona Plaza de Estudiantes, fue levantada aprovechando el trabajo de canteros de Arse. Entorno al Castillo de Sagunto. Sagunto, Valencia.
Así ocurrió próximo a un antiguo santuario ubicado sobre la superficie escarpada. En este espacio reducido se lanzaban multitud de dardos sobre las cubiertas de los manteletes y se vertía fuego sobre ellas, pero ninguna de nuestras respuestas, ya tardías, parecía detener el impacto continuado de sus pesadas piezas de madera.
Nos afanábamos tanto por destruir tales ingenios que nadie se percató de aquellos otros quienes, inmóviles a pie del valle, esperaban pacientes el momento de atacar. Balcaldur impartía órdenes sin detenerse un instante; de un lado a otro movía a todos sus efectivos allá donde consideraba más prioritario. Entonces lo vio desplazarse en la lejanía, lentamente, sin impedimento alguno que pudiera obstaculizarle antes de impactar sobre las torres.
Mirador de Santa Ana en el entorno del Castillo. Sagunto, Valencia.
En esos instantes me encontraba cargando envases repletos de pez y vertiendo su contenido a esas malditas vineas cuando observé a Balcaldur gritarnos y hacernos señas hacia la nueva posición que debíamos cubrir urgentemente. Éramos los efectivos más próximos a la nueva amenaza, pero, para mayor desgracia, se estaba retrasando el fuego con el que prender los ingenios que, bajo los muros, continuaban destrozándolos. No llegaba esa llama por ninguna parte y Balcaldur se desesperaba; perdíamos un tiempo valiosísimo. Por fin un hombre de mediana edad, a la carrera, se aproximó con una antorcha fabricada en estopa y prendida entre sus manos. – Arrójala, arrójala y salgamos de aquí. – le insistía mientras Balcaldur seguía desesperándose.
Vista del Castillo de Sagunto, al fondo donde se asentaba la antigua Arse, camino del Mirador de Santa Ana. Sagunto, Valencia.
Pero las alturas de esta parte de las defensas no eran las mismas que en los tramos reconstruidos sobre la entrada principal. Cuando aquel hombre fue consciente del peligro al que se enfrentaba, ya fue demasiado tarde para él; el astil de una jabalina lo atravesó de parte a parte sin que le hubiera dado tiempo a reaccionar. Con la antorcha aun asida fuertemente en su mano, el cuerpo se desplomó hacia adelante impactando sobre la cubierta del mantelete. Tras el choque, el ingenio estalló en llamas nada más que el fuego hizo contacto con el cuero impregnado en pez.
Tambores de columnas empotradas en murallas. Castillo de Sagunto. Sagunto, Valencia.
Junto a un grupo de guerreros y otros hombres de apoyo, rompimos a correr hacia la nueva posición que nos habían ordenado cubrir; a lo lejos se veía a varios grupos de infantes que, sin descanso alguno, arrojaban sus armas desde la gran torre. En esos instantes, no éramos conscientes de la vulnerable exposición de nuestros cuerpos en la carrera, por lo que fuimos diezmados con flechas y otros proyectiles antes de llegar a nuestro destino. Mientras tanto, los arietes púnicos apenas recibían resistencia en su empeño por derribar uno de los ángulos de la muralla a las que habíamos ganado en altura. El general cartaginés sabía perfectamente que, con el uso insistente de su maquinaria en ese punto en concreto, la mejora llevada a cabo en las defensas redundaría en detrimento de su estabilidad, lo que provocaría su derrumbe en cadena.
Tambor de columna empotrada en muralla de castillo. Sagunto, Valencia.
Y a partir de aquí no consigo recordar nada más. Creo haber escuchado un gran estruendo cuando, tras mi carrera, estaba a punto de alcanzar la zona de las murallas. Me parece recordar también como toda esta parte de los muros de Arse se hundía bajo mis pies antes de precipitarme al vacío más irremediable.
Por lo que pude conocer después, los ingenios cartagineses lograron derribar el ángulo de la muralla que se habían propuesto como objetivo. Este hecho originó que el lienzo se quebrara por varias partes, provocando, a su vez, que se viniera abajo y arrastrara con él a tres de las torres adosadas junto al lienzo de murallas. Se produjo un gran derrumbe de los muros en esta área del oppidum, dejando expuesta a la ciudad a través de una gran brecha. Yo recorría su tramo cuando mi cuerpo cayó desde las alturas y mi cabeza impactó sobre la tierra firme. Primero sentí una especie de zumbido ensordecedor en los oídos, como si una colmena de abejas productoras se hubiese alojado en el interior. A continuación, sólo el silencio más absoluto. Creo que fue ahí cuando terminé de perder el conocimiento.
Restos de muralla íbera en el entorno del castillo. Sagunto, Valencia.
Una enorme y densa nube de polvo se apoderó del lugar, nada se conseguía discernir al otro lado. Las tropas cartaginesas, que esperaban agazapadas, creyeron tener la ciudad tomada y, sin dudarlo, corrieron hacia su interior. Lo hicieron en completo desorden, sin formación alguna. Supongo que la codicia por apoderarse de las riquezas de Arse los empujó a ello y les hizo perder la razón, quien sabe.
Cabeza juvenil de Dionysos. Mármol blanco recubierto de pátina ocre-amarillenta Siglo II d.C. Recuperada en la falda del Castillo de Sagunto. Museo Histórico de Sagunto.
Maharbal, hijo de Himilcar y hombre de confianza de Aníbal, estaba al frente del ataque a las torres mientras su general terminaba de curar las heridas en el campamento. El comandante norteafricano, al ver a sus hombres precipitarse hacia el interior del oppidum, les urgía: por Baal, mantened la formación, mantened la formación. Estas órdenes, impartidas a pleno pulmón, llegaban tarde para aquellos guerreros que, uno a uno, se perdían bajo el manto polvoriento que cubría el lugar.
Un gran silencio se hizo entonces; nada se entreveía a través de la densa nube, aunque el enemigo no se amedrentaba y persistía en su intento de cruzarla. De repente un grito agónico, desgarrador, rompió esta calma. Luego otro, otro, otro y otro más. Cuando Marhabal intuyó lo que estaba sucediendo y ordenó la retirada de sus hombres, ya era demasiado tarde para muchos de ellos.
Lentamente, la cortina de polvo se fue disipando, lo que permitió, no con tanta nitidez, distinguir a los defensores de Arse acuchillando sin clemencia a cada soldado cartaginés que se apresuraba a atravesar la brecha.
Restos umbral de puerta in situ en laderas del castillo. Sagunto, Valencia.
Bajo una formación cerrada, hombro con hombro, scutum al frente y jabalina en ristre en la otra mano, se situaron los nuestros en perfecto orden de batalla entre los escombros del muro derribado y la primera línea de viviendas a sus espaldas. La élite de Sagunto utilizaba sus cuerpos desnudos como única defensa de una ciudad ahora desguarnecida. Balcaldur, en el centro de la primera fila, gritaba las órdenes a sus mejores guerreros, los más preparados: Aguantad, aguantad, aguantad. Lucía el casco y la coraza de escamas que hacía menos de un año había adquirido a unos mercaderes de Qart Hadasht; el resto de los hombres, la panoplia propia de los soldados de élite. Se le veía henchido, orgulloso de que por fin llegara ese día para el que sentía haber nacido.
Finalmente, Maharbal pudo recomponer sus filas mientras se le iban sumando el resto de la infantería cartaginesa que, en las proximidades y en su intento de derribar las murallas, habían recibido la noticia que parte de ella había caído. Sobre la pendiente que se abría al valle, el comandante de Aníbal formaba en orden de batalla a su ejército. Sólo las ruinas y los escombros de las murallas separaban a un ejército de otro, tras los saguntinos les quedaba la ansiada ciudad.
Goznes de giro de grandes puertas y chumaceras procedentes, posiblemente, de construcción romana. In situ en ladera del castillo. Sagunto, Valencia.
Entonces se entabló un feroz combate, cuerpo a cuerpo, en el extremo norte del cerro, un espacio reducido donde el valor y la desesperación se enfrentaban en esa jornada al coraje y la esperanza de conquistar una ciudad inmensamente rica. No se trató de una lucha desordenada por ganar una determinada posición, no. Fue mucho más que eso, fue una dura pugna entre dos ejércitos bien formados sobre el campo de batalla en el que, por un lado, ningún guerrero de Arse cedía un palmo de terreno por miedo a dejar al descubierto cualquier resquicio que pudiera utilizar el enemigo. Al otro lado, cada cartaginés que empuñaba un arma creía que, con un poco más de esfuerzo e insistencia, podría alcanzar el corazón de la ciudad. Cuanto más apretado se combatía, mayor era el número de heridos y muertos que caían abatidos sobre tierras de Sagunto.
Se avanzaba y retrocedía, siempre con las ruinas de la muralla como único referente. Entre los cascotes de adobe y piedra pude, por fin, ver la luz. Acababan de avanzar sobre el resto de las defensas cuando conseguí incorporarme, aturdido y dolorido, en el fragor del combate. La primera imagen que pude contemplar fue la de un Balcaldur con el penacho de su casco al viento y luciendo esa magnífica armadura. Golpeaba con el escudo a su oponente antes de hundirle la punta de su arma o herirlos con estocadas precisas. De esta forma se iba abriendo paso entre las filas enemigas, imitándolos el resto de sus guerreros. No lo dudé un instante y recogiendo las armas de uno de nuestros soldados caído, corrí hasta la primera línea para pelear con toda la rabia que mi espíritu me demandaba en esos instantes.
Zona conocida como ‘Alturas de Aníbal’. Corresponde al cierre nordoccidental de la muralla exterior de la antigua Arse.
La victoria no se decantaba en ninguno de los dos bandos; el combate parecía trabado, aunque los de Arse pagábamos un alto precio en vidas humanas. Balcaldur se resistía a que ese fuera el desenlace final; tanto esfuerzo realizado no podía servir, únicamente, para perder a tan valiosos jóvenes guerreros. Girándose hacia lo que quedaba de las murallas, movió sus brazos al aire; esta sería su última orden. Al instante, cientos y cientos de faláricas envueltas en llamas sobrevolaron nuestras cabezas para acabar impactando en los escudos y cuerpos desprotegidos de nuestros enemigos.
Más y más jabalinas, con sus puntas de hierro cubiertas en llamas, llovían por encima de nosotros, lo que provocó un enorme griterío entre las filas; era el último aliento, el último empujón que sinceramente necesitábamos. Gran cantidad de africanos yacían inmóviles, prendidos en fuego con la asta de abeto atravesando su cuerpo. Aquellos que vieron volar las armas y tuvieron tiempo de proteger sus vidas con los escudos, obligados a desprenderse de unas protecciones prendidas en llamas, fueron los que más sufrieron los efectos de nuestra rabia y nuestro odio. Los heríamos y matábamos sin que hubiese nada que nos lo impidiera.
Conjuro Amatorio: Que Quíntula no esté con Fortunal nunca jamás. Lámina de plomo en forma de planta pedis. Siglo I d.C. Ladera oeste del Castillo. Donación Ripollés-Adelantado. Museo Histórico de Sagunto.
Balcaldur dibujaba una amplia sonrisa en su rostro, su ataque sorpresa fue completo. Había conseguido aguantar la formación de sus hombres durante el tiempo suficiente y a una distancia prudencial para que las armas se prepararan y tuvieran el alcance preciso. Sólo había cometido un fallo, un irreparable error. Aun se encontraba de cara hacia los restos de nuestras murallas, desde donde habían sido arrojadas las faláricas, cuando una spatha púnica atravesó su espalda hasta que la punta logró asomar por el vientre. La sonrisa del veterano soldado se tornó amarga. Palpando el afilado y frio metal con sus manos cubiertas de sangre, entendió al instante que sus días de bravo guerrero había llegado a su fin. Balcaldur cayó a mis pies.
La muerte de nuestro líder no hizo sino enardecer aún más nuestros ánimos y odios más profundos. Ya no nos conformábamos con herir o matar, ahora ansiábamos cercenar, mutilar, desmembrar y destripar sin compasión alguna con nuestras falcatas cubiertas de sangre y vísceras cartaginesas.
Zona de canteras antiguas de regreso al Teatro. Se desconoce su datación exacta. Sagunto, Valencia.
Tropezando y en completo desorden, los supervivientes de esta carnicería corrieron a ponerse a salvo. Envueltos en una sangre que no era la nuestra, los vimos huir aterrorizados hacia su campamento en el cierre de esta funesta jornada.
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