Tal vez se trate de uno de los episodios más populares de la historia del montañismo, especialmente tras haber sido llevado al cine en varias ocasiones. No obstante, el acercamiento al gran público se lo debemos al estreno de la película Everest, en el año 2015; una versión de los hechos acontecidos el 10 de mayo de 1996 en la montaña más alta del planeta, cuando dos expediciones comerciales decidieron unirse para coronar la cumbre. Durante el descenso, una serie de fatalidades unidas al mal tiempo y a ciertos errores de planificación se llevaron cinco vidas en la cara sur y tres en la cara norte. Pero podrían haber sido muchas más.
En una de aquellas expediciones comerciales, Adventure Consultants, del neozelandés Rob Hall, se había enrolado el periodista y escritor Jon Krakauer, autor de la afamada novela Hacia rutas salvajes. Había sido enviado por la revista Outside, para la que trabajaba, con objeto de escribir un reportaje sobre este tipo de expediciones en las que los clientes pagan alrededor de sesenta mil dólares para que un guía especializado les ayude a cumplir su sueño de hacer cumbre en el techo del mundo. Tras su regreso de Nepal, Krakauer escribiría el texto para Outside. Sin embargo, la temática había virado desde la mera crónica que se suponía que debía escribir hacia una narrativa trágica basada en los sucesos acaecidos En el texto, el autor contaba con detalle y mucho pulso, como si fuera una historia de ficción, su visión de los hechos. Pero también aprovechaba para hacer, no sin fundamento, una crítica a este tipo de expediciones que buscan la rentabilidad económica y el triunfo sobre la competencia por encima de la seguridad de los clientes. Además, criticaba con vehemencia algunas de las decisiones tomadas por los guías de Mountain Madness; compañía fundada por el norteamericano Scott Fischer, y cargaba especialmente contra el gran alpinista kazajo Anatoli Bukreev.
El artículo de Krakauer se transformaría a la postre en un libro de no ficción titulado Into thin air (Mal de altura, Ed. Desnivel) y no tardaría en convertirse en un best seller internacional. Meses después, Bukreev, ayudado por el escritor G.W. DeWalt, decidió replicar con su versión de los hechos a través de otro libro titulado The climb (Everest, 1996. Ed Desnivel), donde enumeraba los riesgos de la montaña, cuestionaba, al igual que Krakauer, el alpinismo diletante creado por las expediciones comerciales y argumentaba en su propia defensa la imposibilidad de llevar a cabo un rescate eficiente en aquellas condiciones.
Como afirma el mítico alpinista español César Pérez de Tudela en su obra ¿Era necesario morir?: comentarios y reflexiones sobre el alpinismo contemporáneo (Ed. Desnivel): “La ayuda al compañero y los rescates de montaña fueron bellas leyendas de solidaridad, mostrando a la sociedad esas virtudes sobresalientes que encarnaban el valor, la humildad y el honor. Eran las virtudes que Occidente exhibía al mundo frente a la arbitrariedad, la rivalidad y la competencia desleal de los negocios. El alpinismo era la gran escuela de la vida.”. Este es y ha sido siempre el espíritu del alpinismo, un deporte que nos pone en contacto con el medio natural, nos sublima, nos empequeñece, nos conduce a la reflexión metafísica y nos hace más humanos. Sin embargo, en el último tercio del siglo XX, sobre todo a raíz de la gesta de Reinhold Messner, primer ser humano en alcanzar las cimas de los catorce ochomiles del planeta, se abrió una carrera competitiva en la que se implicaron grandes corporaciones, medios de comunicación internacionales e incluso algunos estados. Patrocinar ambiciosas expediciones, clavar banderas en las cimas más altas del mundo, escribir reportajes y crónicas para los grandes periódicos… O, dicho de otro modo: occidentalizar la montaña, urbanizarla, convertirla en un ring de boxeo, llevar a los escaladores a ella para que compitan por llegar los primeros, se convirtió en algo habitual a partir de los años ochenta.
El himalayista kazajo Denis Urubko comentaba en un reportaje para televisión que en la alta montaña, al menos como él la entiende, no existen nacionalidades; “mientras estamos en ella, todos pertenecemos al mismo país; al de las montañas”. Urubko fue uno de los montañeros implicados en el rescate, por desgracia fallido, del navarro Iñaki Ochoa de Olza, quien, aquejado de un edema pulmonar a más de siete mil metros sobre una arista del Annapurna, falleció en su tienda a pesar de los esfuerzos de algunos de los mejores escaladores del mundo por rescatarlo. El carisma de Iñaki Ochoa era tan grande que alpinistas de la talla de Ueli Steck, Denis Urubko, Horia Colibasanu, Don Bowie o Alexei Bolotov, quienes, o estaban en la misma expedición o andaban esos días por la zona, se jugaron la vida por quien consideraban un amigo. Pues bien, este suceso ejemplar que cito, y que contiene las mejores virtudes de este deporte llamado alpinismo (y en el que se puede profundizar a través del documental Pura vida o del reportaje de Informe Robinson Iñaki Ochoa de Olza), se encuentra en las antípodas del espíritu que reina en las expediciones comerciales, donde una serie de alpinistas, muchas veces inexpertos, se unen a fin de resolver el problema de los costes, los porteos y los permisos; amateurs que suben como pueden y bajan sin fuerzas; sin mirar por la cordada, sin responder por los demás, sin remordimientos, pues no son amigos entre ellos, y, en su mentalidad, lo único que prima en caso de que ocurra un algún tipo de incidente es sobrevivir.
Los libros de Krakauer y Bukreev representan dos formas de entender el alpinismo y, a modo de símil, dos formas de entender la vida; la pequeñoburguesa y conservadora frente a la nómada y arriesgada. Cada vez que se produce un incidente en la montaña y alguien fallece, las opiniones se polarizan entre dos grupos: los que opinan que alguien tiene la culpa y los que se resignan a la peligrosidad intrínseca a la práctica del montañismo. No es mi intención defender ninguna de las dos posturas, puesto que considero que, en muchos casos, una mezcla de ambas puede ser una buena receta para evitar todo aquello que es evitable; todo lo que depende de la planificación, el material, el conocimiento del terreno y el sentido común, pero existe en este deporte una parte, la de las piedras y las avalanchas, la de los anclajes congelados y la deshidratación, la del rápel fallido y las tormentas imprevistas, que nadie puede controlar, pues pertenece a la naturaleza salvaje, donde cualquier minucia puede convertirse en un riesgo mortal.
No cabe duda de que, a nivel literario, Krakauer destacaba por encima de Bukreev y su “negro literario”, pero a nivel alpinístico, Bukreev se encontraba a años luz de Krakauer. Mal del altura es un libro de no ficción escrito con mucho pulso narrativo. Una obra con la que, aun no siendo amante de las montañas y el deporte, se puede disfrutar de verdad, pues posee la intensidad propia de la narrativa de ficción; los personajes, los conflictos, el drama. Sin embargo, sobrevuela en el tono del autor una moralidad cuestionable; la superioridad propia de aquellos que han nacido en un entorno urbano y que, cuando las cosas salen mal, se erigen en justicieros y buscan culpables. Krakauer era por aquel entonces un alpinista aficionado que contaba en su haber con varias ascensiones de entidad, aunque ninguna en el Himalaya, pero el sentimiento de culpa que aborda a algunos supervivientes tras una tragedia le condujo a volcar su rabia sobre el papel y a apuntar con su dedo acusador hacia algunos de los que él consideraba responsables de las muertes.
Anatoli Bukreev falleció un año después de los sucesos del Everest, tras ser alcanzado por una avalancha en el Annapurna. Aunque ruso de nacimiento, residía en Kazajstán y se consideraba kazajo. Decían de él que era uno de los alpinistas más fuertes del mundo. Y su acción heroica al adentrarse a ciegas en una tormenta de nieve sin el equipo adecuado para rescatar a tres alpinistas durante los sucesos del Everest así lo atestigua. Anatoli se defiende en su libro de las acusaciones de Krakauer aduciendo que, ante la escasez de cilindros de oxígeno, provocada por la mala previsión de su jefe, Scott Fischer, que organizaba su primera expedición comercial al Everest, decidió hacer cumbre sin utilizar oxígeno suplementario. Este hecho es criticado con vehemencia por Krakauer en su libro, puesto que, como consecuencia de ello, Anatoli tuvo que adelantarse a su grupo y bajar antes que los demás al campo de altura, por lo que perdieron a uno de los mejores guías. Pero si lo hizo de esa manera fue porque estaba bien aclimatado y podía soportarlo. Por otro lado, Brukeev tampoco tenía la responsabilidad de que las cuerdas fijas no estuvieran colocadas en el Escalón de Hillary (el paso que existe justo antes de la cima), lo que provocó un atasco de personas y, en consecuencia, un retraso de más de dos horas sobre el tiempo estimado, favoreciendo así que la tormenta alcanzara a todas las expediciones en el descenso. La dureza con la que Krakauer critica a Bukreev y, en general, a todo el equipo de Fischer, es la típica rabieta del urbanita, de quien pretende que todo esté colocado en su sitio cuando él llegue al monte. Atacar de ese modo a uno de los alpinistas más fuertes de aquel momento, un hombre que había arriesgado su vida para salvar otras, le convirtió en un best seller, pero también le hizo perder toda su credibilidad como escalador, como escritor e incluso como persona.
Debido a ello, Bukreev recurrió a DeWalt para replicar a Krakauer en un libro de escasa calidad literaria, Everest, 1996; una crónica sobria y de baja intensidad que sin embargo aclara muchas de las cuestiones que quedan en el aire tras leer Mal de altura o ver la película Everest, basada en los hechos y más bien cercana a lo que relata Krakauer, pues está narrada desde el punto de vista de Adventure Consultants, aunque con personajes estereotipados y poco creíbles: como el del díscolo Scott Fischer, quien sale muy mal parado en la cinta. Sea como fuere, no es mi intención hacer un análisis de ambos libros, pues además prefiero recomendar su lectura, sino recordarlos como dos hitos dentro de la literatura de montaña y del montañismo en general.
Dos obras que abrieron huella, que se confrontaron en los mercados editoriales para que tanto el mundo alpino como el mundo literario se uniesen y tomasen partido.
Qué duda cabe: para los amantes de la literatura, Krakauer tenía razón, para los amantes de la escalada, Krakauer no tenía ni idea.
Texto publicado originalmente en La Réplica el 28 de agosto de 2017