En plena vorágine de la batalla generada a raíz de la situación política de Cataluña, y habiendo sobrevivido a una de las etapas históricas más convulsas que se puedan recordar en este país (dice el periodista Enric Juliana que los corresponsales extranjeros preguntan con asombro: «¿Es que este país siempre está a punto de estallar?»), me gustaría centrar el foco sobre una cuestión en particular que considero que ha pasado demasiado desapercibida. Y es que, si bien todo el panorama se antoja removido en términos generales, es sin duda en el espectro de la izquierda donde más drástica ha sido la recolocación forzosa de los partidos políticos, principalmente a raíz de la asfixiante incursión de Podemos y demás «mareas» franquiciadas, que han apretujado mucho las bancadas.
Y es curioso analizar el comportamiento que ha tenido en concreto uno de estos partidos de la izquierda tradicional, heredera de tantas luchas sociales y tantas historias clandestinas del franquismo, y tan azorada en la actualidad ante la irrupción de los nuevos partidos: estoy hablando de ICV (más formalmente conocido por las siglas ICV-EUiA, la coalición electoral), el partido que durante tantos años ha defendido con honra la trinchera del ecosocialismo de corte catalanista. No obstante, los estragos sufridos a raíz del cambiante panorama hacen mella incluso en los corazones de los que se creían más íntegros, y el instinto de supervivencia lleva a sacrificar tristemente tantos principios… Coyunturas como la actual, ciertamente, ponen a prueba el tesón de nuestros dirigentes; y las decisiones de algunos de ellos, como es el caso, pueden resultar muy decepcionantes.
La historia de la caída de ICV es una tragicomedia que plantea muchos conflictos interesantes, algunos incluso que rayan en el terreno de la moralidad, pues cargar sobre los hombros una herencia tan longeva y sufrida es una gran responsabilidad para con la sociedad. Mirado el proceso en perspectiva, se pueden distinguir claramente tres puntos de inflexión, tres declives significativos que señalan una tendencia funesta. Y todo ello tras haber formado parte del famoso tripartito catalán de izquierdas, editado y reeditado desde el 2003 al 2010, junto con el PSC y ERC (que, si bien no dejó una herencia brillante, sí que puede considerarse decente tomando en consideración la situación económica y las complicaciones de sustentar un gobierno sobre tal puzle de izquierdas).
El primer giro determinante se produjo en el 2008, cuando fueron nombrados nuevos secretarios generales Joan Herrera, la verdadera cabeza pensante, y Dolors Camats, una suerte de segundona con pretensiones; huelga decir que esta «copresidencia» tan supuestamente innovadora nunca cuajó del todo, tanto por generar desequilibrios internos como por estar conformada por dos personas que jamás supieron estar a la altura de la dignidad institucional que inspiraba Joan Saura. Desde entonces, los posicionamientos políticos del partido han tendido a regirse cada vez más por una actitud cortoplacista y poco constructiva: a nadie se le olvida cuánto complicó Herrera las negociaciones para organizar el 9-N, y cómo traicionó el consenso de los partidos al aparecer en una entrevista en La Vanguardia criticando la escenificación de la consulta y anunciando que él no iría a votar, para luego retractarse pocos días después (haciendo, de paso, un ridículo espantoso).
No obstante, los excelentes resultados obtenidos en las autonómicas del 2012 habían conseguido acallar un rato a los críticos, pero para desgracia de la criatura bicéfala el segundo bache estaba a la vuelta de la esquina; antes de la llegada de Podemos, un modesto partido de extrema izquierda irrumpiría con fuerza en las encuestas gracias a su mensaje independentista: la CUP, no nueva, pero sí renovada. La llegada de Podemos en 2014 acabó por estrechar demasiado el espacio electoral de ICV, dando pie en el año 2015 (tras largas y poco transparentes negociaciones) a la tercera y definitiva estocada al partido: su integración (o desintegración, mejor dicho) en la candidatura de Catalunya Sí que es Pot, la confluencia de fuerzas amasadas por el codicioso Pablo Iglesias (aunque cabe recordar que también se fundieron antes en la candidatura municipal de Ada Colau, síntoma inequívoco de la desaparición definitiva de las siglas).
Qué desalentador resulta comprobar cómo el orgullo de un partido con tanto carácter, singular y honesto en sus posicionamientos, puede no sólo ser reducido a la marginalidad, sino hipotecarse electoralmente con tal de salvar los muebles. Qué triste que el partido configurado por esa rica herencia del PSUC, el PCC y demás socios míticos se venda en la desesperación a esos nuevos que han venido a romper con todo, esos que se erigen ahora como únicos representantes legítimos de los anhelos del pueblo, esos que se han atrevido a menospreciar el esfuerzo de tantos años de lucha por los derechos sociales y las libertades en este país que ha transitado el fango de la dictadura. Qué triste que se haya abandonado ese poso ideológico tan rico y esa postura fundamentada de la izquierda madura; pues, si bien la tendencia al declive era ya pronunciada, cierta dosis de coherencia y principios seguía gobernando su discurso, el cual ahora ha sido ahogado por la retórica neobolivariana del «coleta morada».
Mientras Iglesias y Errejón han desembarcado en Cataluña buscando conquistar a las masas con su surtido de improperios al poder y de vanas reivindicaciones, esgrimiendo ese discurso de clase tan anticuado (pero revestido ahora de estética indignada y ritmo rapero), los más destacados representantes de ICV han sido ninguneados y apartados de las cámaras. Y si aparecen, no es más que para adular al profeta de la Complutense por haberles enseñado el camino, y para articular discursos igual de toscos que el suyo, en los que ya no se adivina reminiscencia alguna de su pasada coherencia ideológica.
Adelantados por la izquierda independentista, y luego apretujados aún más en su espacio electoral por la llegada de la izquierda populista, habrá quienes crean justificado el haber sacrificado la identidad de un partido en pos de su subsistencia soslayada. Pero yo no creo que sea así, y por ello he dicho que una toma de postura podría incluso derivar en cuestiones del ámbito de la moral, pues a mí me parece que es moralmente reprobable la gestión que ICV ha hecho de su esencia histórica; opino (y no creo estar solo) que lo más honroso hubiera sido mantenerse fiel a sus ideales aun arriesgándose a perecer con ellos. En un mítin de campaña al que asistí como espectador, una Dolors Camats políticamente extenuada apelaba al PSUC y reivindicaba la exclusividad de su herencia: «el PSUC, que no ens el toquin!», se quejaba. Qué gran cinismo, piensa uno, cuando lo que parece en realidad es que han sido ella y Joan Herrera quienes han renegado de su herencia para aferrarse al casco del barco podemita que los ha acogido con desgana. En política hay maneras dignas de caer, pero también hay maneras bochornosas de tirarse al vacío.