La conquista de América por parte de los españoles, se ha relacionado repetidamente con el genocidio de las tribus indígenas que vivían en paz (sacrificio ritual arriba, sacrificio ritual abajo) por aquellas tierras recién descubiertas. Esto que puede parecer -y de hecho es- deleznable, no era exclusivo de los españoles, máxime porque todas las potencias europeas que se dedicaron a la colonización del mundo, lo hicieron a costa de los pueblos autóctonos, los cuales no podían oponerse a la imponente maquinaria de guerra europea. El problema de fondo es que, como dice el refrán, cría fama y échate a dormir, por lo que ha quedado que los españoles han sido los malos-malísimos para con los indígenas de los sitios que se iban añadiendo a la particular saca de la Corona. No obstante, para demostrar que, en todas partes cocieron habas a pucheros llenos, simplemente hemos de ver el ejemplo del Reino Unido, el cual en poco más de 40 años, fue capaz de acabar con los aborígenes de la isla de Tasmania.
Tasmania es una isla del tamaño de Andalucía ubicada al sur de Australia, que seguro conocerá aunque sea simplemente por relacionarlo con el conocido Diablo de Tasmania, ya sea en su versión en carne y hueso o en la de dibujos animados de la Warner Bros. Pues bien, en esta isla del Pacífico se produjo uno de los episodios de eliminación de indígenas más impactante de las colonizaciones europeas, hasta el punto de ser durante mucho tiempo el paradigma de lo que se entiende como genocidio étnico.
La historia (occidental) de la isla de Tasmania arranca en 1642, cuando el navegante holandés Abel Tasman, dándose un garbeo por aquellas tierras, dio con esta isla que, si bien el hombre bautizó como Tierra de Anthoonij Van Diemen, posteriormente los británicos bautizarían con el nombre de Tasmania. No obstante, a pesar de ser conocida desde entonces, no fue hasta el 1803 en que los ingleses establecieron el primer asentamiento europeo en la isla. Un asentamiento en forma de penal que, a la vez que mantenía alejados de la metrópoli a la crême de la crême de las prisiones inglesas, servía para colonizar aquella isla para el gobierno de Su Majestad. El único inconveniente era que, en aquellas tierras ubicadas donde Cristo perdió la zapatilla y no volvió para encontrarla, había una colonia de entre 5.000 y 10.000 aborígenes, que la consideraban su tierra desde hacía no menos de 35.000 años.
Los aborígenes de la isla de Tasmania eran de tez oscura, pequeñotes (1,60 m como mucho) y, desde el punto de vista británico, más feos que pegarle a un padre. Fealdad -subjetiva, evidentemente- que no les impedía vivir más o menos plácidamente por aquellas tierras, con un estilo de vida nómada dedicado a la recolección y a la caza, sobre todo de canguros, desconociendo lo que era la agricultura y la pesca. Y este estilo de ganarse el sustento tan libérrimo, chocaba de bruces con los grandes latifundios que, al estilo británico ( ver El rancho más grande del mundo: Anna Creek Station ), empezaron a instalar los nuevos colonos ingleses. El conflicto tardó segundos en explotar.
En 1804, los aborígenes, viendo que los colonos les impedían el paso a sus zonas habituales de caza, empezaron a cabrearse con ellos. De esta forma, el 5 de mayo de aquel año, unos 300 indígenas se lanzaron al ataque con lanzas y martillos contra el asentamiento de Ridson Cove. Obvia decir que aquello fue poco menos que una verbena para los ingleses, los cuales solo tuvieron que hacer uso de sus mosquetes y de un cañón para producir de 5 a 6 víctimas mortales entre los aborígenes... los cuales salieron por patas, claro. A partir de entonces, se inició una desigual guerra de guerrillas entre ambos bandos que fue in crescendo en violencia e intensidad, conforme que se multiplicaba el número de colonos que iban llegando a Tasmania.
Entre 1807 y 1813, llegaron 700 colonos más y, en 1814, ya habían 12.700 hectáreas cultivadas, 5.000 cabezas de ganado y 38.000 ovejas. Aunque esto no fue nada en comparación de lo que vino después, ya que en 1823 habían ya 175.704 ha cultivadas, 200.000 ovejas y, en el periodo de 1817 a 1824, la población colonial había pasado de 2.000 a 12.600 habitantes. La presión que sobre los aborígenes ejercía semejante cantidad de colonos se hizo insostenible, por lo que las razzias de cara a eliminar a los "salvajes" que tanto les molestaban a los británicos, se multiplicaron por toda la isla, documentándose casos de matanzas indiscriminadas de indígenas. No obstante, estos ataques ingleses no solo tuvieron el objetivo de eliminar las "alimañas" aborígenes.
En 1828, la colonia británica en Tasmania, en tanto que presidio, tenía una población eminentemente masculina. Ello se traducía en que había una mujer para cada 6 hombres libres, y que, entre la población reclusa, la proporción se disparaba hasta los 16 hombres para cada mujer que había. O lo que es lo mismo, que tanta testosterona sin resolución se acababa por manifestar en forma de nuevos ataques relámpago a los poblados aborígenes pero, esta vez, para secuestrar a sus mujeres y utilizarlas como esclavas sexuales. La falta de alimentos de los indígenas, las matanzas y los continuos agravios de los occidentales, hicieron que los ataques entre ellos se hicieran cada vez más violentos y habituales, lo que llevó a imponer, en aquel mismo 1828, la Ley Marcial a las autoridades con el fin de parar las incursiones aborígenes. La represión de los indígenas fue bestial.
A las continuadas soflamas contra los salvajes aborígenes desde los periódicos de la isla, se siguieron las recompensas de 5 libras por cada adulto capturado y 2 por cada niño. En principio solo se pagarían en caso de ser capturados vivos, pero en realidad se pagaban igual vivos o muertos, por lo que los caza-recompensas, iban por el camino sencillo: tiro que te crió. Y hasta tal punto llegó el acoso que, en 1830, se organizó lo que se dio a llamar "Linea Negra" en que 1.000 personas, entre soldados y civiles armados, cogidos de las manos, hicieron una cadena humana que, avanzando por el territorio, daría caza a todo aquel aborigen que encontraran a su paso. Una eliminación sistemática que hizo que en 1833, los 220 últimos aborígenes que aún seguían en la lucha se rindieran finalmente, dándose el conflicto por concluido en 1834.
Los 220 supervivientes fueron trasladados a la pequeña isla Flinders, al noreste de Tasmania, pero la falta de recursos para sostener aquella población -que, recordemos, ni sabían pescar ni conocían la agricultura- y las enfermedades introducidas por los colonos europeos, hicieron que la población empezara a declinar estrepitosamente.
En 1835, la población indígena había caído a 150 personas, y en 1847, ya tan solo eran 47. Cuarenta y siete aborígenes que fueron entonces trasladados a Oyster Cove (en el sur de Tasmania), donde acabaron por desaparecer como un azucarillo en el agua. De hecho, la última aborigen "pura sangre" (aún quedó una cierta cantidad de mestizos fruto de los desmanes con las esclavas sexuales secuestradas), llamada Truganini, murió en 1876, dando fin a 35.000 años de ocupación aborigen de aquella isla australiana.
En conclusión, que si bien los españoles las hicieron muy gordas en sus colonias, a pesar de la fama, los ingleses no lo hicieron menos. Es más, a principios del siglo XIX, cuando en Europa y en América los aires de libertad y el humanismo de la Revolución Francesa sacudían la moral de la gente y se luchaba en favor del fin de la esclavitud, el Imperio Británico eliminaba con saña, alevosía y negándoles cualquier atisbo de dignidad (se llegó incluso a desenterrar a muertos aborígenes para hacer petacas con su piel), a toda la población indígena de la isla de Tasmania.
Un episodio más para recordar que, en estos momentos en que a Europa le llueven los problemas del resto del mundo cual tormenta de pedrisco, el hecho de estar o no en la Unión Europea, si ha escupido al cielo durante siglos, no evitará que le acabe cayendo encima.