No fue Calderón el que inició ese descrédito con aquello de que la vida es sueño y, por tanto, la realidad externa una simple dependencia de ese sueño. Ni siquiera fue un exponente demasiado significativo de ese proceso que, desde una siniestra sombra, acompaña al hombre occidental a lo largo de la historia. Sí lo fue, por el contrario, Guillermo de Ockham, que dividió la realidad en dos: una de ellas es la que estrictamente reside en los objetos mundanos y que detectan los sentidos; del trato excluyente con esa parcela de la realidad surgió el empirismo. La otra realidad era la que daba al mundo interior, dirigido primero por la fe y después por las composiciones que hacía la imaginación en general, y esa realidad interna no tenía ya que rendir cuentas a la realidad de los sentidos; de allí surgió el racionalismo. Lo cierto es que ni una ni otra, por sí solas, son la realidad stricto sensu, que necesita de ambas para configurarse: yo soy yo y mi circunstancia, en indisoluble interacción. Pero aquella escisión, aquella doble hemiplejia, aunque permitió importantes desarrollos en el conocimiento de las cosas, trajo consigo también, y no pocas, consecuencias dramáticas.
Y así, por ejemplo, del racionalismo surgió el pensamiento utópico, el que conduce a la conformación de más o menos caprichosos mundos imaginarios, que se proponen como arbitraria alternativa al mundo real. “La propensión utópica [nacida de un racionalismo remontable a Grecia] –dice Ortega– ha dominado en la mente europea durante toda la época moderna: en ciencia, en moral, en religión, en arte. Ha sido menester de todo el contrapeso que el enorme afán de dominar lo real, específico del europeo, oponía para que la civilización occidental no haya concluido en un gigantesco fracaso. Porque lo más grave del utopismo no es que dé soluciones falsas a los problemas –científicos o políticos– sino algo peor: es que no acepta el problema –lo real– según se presenta; antes bien, desde luego –a priori– le impone una caprichosa forma”. Así, a partir del Renacimiento, empezaron a aparecer destacados exponentes del pensamiento utópico: Tomás Moro, Bacon, Campanella… y Rousseau, el gran ariete que la modernidad arrojó contra el principio de realidad. El utópico lo es porque imagina, genera en su mente un prototipo de lo que, según él, debiera de ser la realidad, y lo que auténticamente sea esta le parece, no algo reformable o mejorable, sino un error, una desviación, una injusticia que debe de ser sustituida sin contemplaciones por aquello que su imaginación ha previsto y preconizado. En suma, aplica a su trato con la realidad social criterios equivalentes a aquellos que el delirante pone en marcha en su microcosmos personal. Para Rousseau, todo lo que fue siendo la realidad desde que el hombre abandonó el paleolítico es un fraude, un engaño, algo perverso que hace que arrastremos cadenas de por vida.
¿De qué modo se fueron configurando las ideas de Rousseau hasta acabar convirtiéndose en la matriz del pensamiento utópico moderno? Para empezar a comprenderlo, cojamos lo que podemos considerar como un hecho primario de la realidad social: un hombre se encuentra con otro hombre y se produce entre ellos un intercambio, el uno da algo que tiene y recibe a cambio algo de lo que el otro disponía. Evolucionando, eso acaba convirtiéndose en libre comercio, en intercambio de propiedades, que, llegados al punto de gran complejidad que constituye la vida social actual, necesita de cauces, controles y prevención de abusos que habrán de tener en cuenta los legisladores. Pues bien, el punto de partida de las utopías que nacen en Rousseau fue la violencia intelectual con que este interpretó ese hecho primario, que entendió que estaba viciado de partida, pues para intercambiar algo, primero tiene que haber propietarios de ese algo, y la propiedad, para Rousseau, es un robo. Antes de que apareciera el intercambio, el hombre, según él, tenía que haber parado su evolución. No lo hizo, y así resulta que la historia de la civilización, toda ella, es la historia de una perversión. Esta desorbitada exageración interpretativa, sin embargo, prendió posteriormente en la mente de marxistas y anarquistas, todos ellos enemigos de aquella historia que comenzó con esa proyección del hombre sobre las cosas que llamamos propiedad, es decir, con el primer paso que dio la civilización. Mentes, pues, reaccionarias en grado extremo que, sin embargo, han conseguido colar su pensamiento utópico como el súmmum del progresismo.
El utópico, pues, empieza por hacer una interpretación abusiva de los hechos; anclado en una emotividad regresiva, mira la historia con desconfianza y, aunque se presente como progresista, añora la vuelta atrás, hacia un idílico pasado que en realidad nunca existió. Impulsado por su necesidad de regresar al paraíso perdido, se siente obligado a intervenir sobre la sociedad no para ponerla a la altura de la creciente complejidad que va aportando el desarrollo histórico, sino para tratar de recuperar la simplicidad de los orígenes; en última instancia, la que prevaleció cuando aún no existía la propiedad privada. Situadas en la modernidad, esas mentalidades utópicas han acabado así tratando de convertir el estado, no en el medio que tienen las sociedades para administrar y regular la crecientemente compleja realidad social, sino en el instrumento para poner esa realidad patas arriba y adecuarla a sus presupuestos reaccionarios.
Y en esas estamos: la interpretación abusiva que puso en marcha ese enemigo de la civilización que fue Rousseau, y según la cual toda propiedad es un robo, ha ingeniado un argumento añadido igualmente irrespetuoso con los hechos: si el estado –vienen a decir–, investidos sus políticos y funcionarios con las nuevas ideas, las que expresan el “nuevo” orden, sustituye con sus acciones a la iniciativa privada, eliminará el gasto añadido que supone el egoísmo en las interacciones humanas, así que lo mejor ha de ser sustituir la propiedad privada por la propiedad del estado, y la iniciativa privada por la planificación estatal. De ese modo, en vez de la ley de la oferta y la demanda que venía regulando naturalmente las interacciones de los hombres, aparece el político de turno y los funcionarios a sus órdenes planificando lo que, según ellos, debe de ser la realidad a través de sus órganos y funciones reguladoras: subvenciones aquí pero no allá, empresas públicas para producir no lo que la sociedad demande sino lo que la mente de los representantes del nuevo orden decidan que es adecuado, criterios educativos coherentes con los nuevos principios que han de sustituir a las intrínsecamente perversas iniciativas de los individuos… Y políticos, muchos políticos; y funcionarios, muchos funcionarios (incluidos los comisarios), que no tienen el encargo de administrar los recursos sociales, sino, sobre todo, la ingente tarea de sustituir la realidad por el nuevo orden que han imaginado sus mentes reaccionarias.
El resultado está a la vista: la utopía correlaciona inevitablemente con el totalitarismo, y de esto el siglo XX dio ejemplos catastróficos suficientes, que todavía siguen emitiendo sus epígonos en el siglo XXI. Todos los totalitarismos tienen esa intención de base: sustituir la libre iniciativa por lo que exigen sus delirantes gestores, unas veces en nombre de la raza perdida o en peligro de perderse, otras en nombre de idílicas naciones inventadas, también supuestamente perdidas y que hay que recuperar, y otras en nombre de las clases explotadas que, supuestamente asimismo, representan el comunismo primitivo que nos arrebató la civilización. Dicho más claramente: en última instancia no hay diferencias sustanciales entre fascismo, nacionalismo y comunismo. Todos ellos son formas de intervencionismo abusivo sobre la realidad generadas por interpretaciones utópicas y reaccionarias.
Lo expuesto hasta aquí permite explicar, para empezar, que en las elecciones al parlamento europeo de hace unos días, los extremismos (los utopismos) de derecha y de izquierda, extraídos de la misma raíz, coincidan en sus últimas pretensiones: detraer recursos de la iniciativa privada para que sean administrados por el estado, vale decir, por los gestores de sus respectivos “órdenes nuevos”. Podemos en España, Frente Nacional en Francia, Syriza en Grecia, Movimiento 5 Stelle en Italia... todos ellos exhiben unas propuestas que son muy parecidas en su formulación y están marcadas por un profundo estatismo: intervencionismo económico, nacionalizaciones, salida del euro, más gasto público, restricciones en el mercado laboral... En Francia, España, Grecia o Italia, las cuentas públicas, tras muchos años de déficits públicos disparados, están al límite de su sostenibilidad. Y sin embargo, estos grupos lo que proponen es aumentar más aún el gasto público, clamando furiosos contra el “austericidio” de Angela Merkel. El colectivo Podemos incluso proclama el derecho a una renta básica para todos y cada uno de los ciudadanos por el mero hecho de serlo (todos tenemos derecho al paraíso que los inventores de la propiedad privada nos arrebataron). ¿De dónde se va a sacar el dinero? Muy fácil: para empezar, no pagando la Deuda pública. Después, saliendo del euro y regresando a la peseta, para poder así imprimir en España todo el dinero que haga falta. El Frente Nacional francés también dice en su programa: “Evitaremos que Francia sea esclava de su deuda, porque esto sería un suicidio económico y social". Tanto el Frente Nacional como Podemos o Izquierda Unida proponen la nacionalización de la banca, para que sea esta la que compre la deuda del Estado. Es decir, que los números rojos de los políticos sean avalados por parte de toda la ciudadanía a través de un sector financiero nacionalizado. Y también, que los políticos que se cargaron nuestras Cajas de Ahorro con sus despilfarros y su corrupción tengan en sus manos el control de toda la banca (desde luego, nadie explica la diferencia que habría entre estos nuevos comisarios que proponen ahora y aquellos que llevaron a la quiebra a las Cajas de Ahorro). No han inventado nada: la nacionalización de la banca era la primera exigencia en el programa de Falange Española en los años treinta del siglo pasado. Pablo Iglesias quiere que el BCE (Banco Central Europeo) se supedite "a las autoridades políticas", lo que incluiría "el apoyo a la financiación pública de los Estados a través de la compra directa de deuda pública en el mercado primario sin limitaciones". En suma, los gobiernos podrían gastar sin las restricciones actuales (que consisten, básicamente, en que los bancos amenacen con dejar de financiar porque no se fían de los que gastan), gracias a que el BCE o el banco central nacional les facilitan todo el dinero que ellos pidan. Evidentemente, todos esos grupos utópicos hacen genéricas referencias a recortes en gastos políticos o privilegios para los partidos, pero son muchísimas más las partidas que proponen aumentar.
Por último, para seguir incrementando el gasto público, lo que procederá será aumentar todavía más, mucho más, los impuestos, esto es, que sigan pasando recursos de la economía productiva a la administración estatal (ahora mismo, más del 50 % de la economía ya la administra el estado), mejor dicho, a la construcción del nuevo orden aprovechando el aparato estatal. En fin, que para un utópico lo fundamental es su intención de regresar al paraíso perdido; la realidad, por las buenas o por las malas, ya encontrará la manera de doblegarse y supeditarse a esa intención.
Todos estos partidos utópicos están de acuerdo: el papel del estado en la economía debe incrementarse. Y mucho. Por eso, Podemos pide la "recuperación del control público en los sectores estratégicos de la economía: telecomunicaciones, energía, alimentación, transporte, sanitario, farmacéutico y educativo, mediante la adquisición pública de una parte de los mismos". Syriza mantiene propuestas similares. Y el FN no podía ser menos: “Exigimos una renegociación de los tratados de libre comercio que ponga fin al dogma de la libre competencia que en realidad es la ley de la jungla”.
La experiencia, ese valor que nos ayuda a relacionarnos con los hechos, viene desde hace mucho tiempo demostrando que estas propuestas utópicas que desplazan la realidad para sustituirlas por los caprichos reaccionarios que genera la imaginación son pavorosamente destructivas. Para empezar, destruyen la economía de los pueblos que son infectados por el delirio de estos nuevos matemáticos que insisten en que dos más dos son tropecientos. Sin embargo, como en las enfermedades bipolares, antes de hundirse en la depresión, los pueblos infectados por el utopismo pueden ser víctimas de un delirio maníaco que les llene de entusiasmo ante la perspectiva de que sus problemas están a punto de acabarse. Pero la realidad, eso que, por un rato e igual que le ocurría a Calderon, parecía una simple y maleable ensoñación, acaba finalmente mostrando que estaba hecha de fenómenos sólidos, pesados, ineludibles. Los mismos contra los que quienes quisieran vivir en las nubes acaban dándose de bruces.